Siena la loba del Alfa Edward

Extra 2: La Bendición de la Madre Luna

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Meses después, una noche tranquila envolvía la mansión de la manada. Siena y Edward descansaban bajo el cielo estrellado, disfrutando de la paz que tanto les había costado conseguir. Pero entonces, un brillo inusual iluminó el bosque. La luz se concentró en un punto y, de ella, emergió una figura etérea, radiante y majestuosa: la Madre Luna.

Siena, sorprendida, se levantó lentamente mientras Edward la sostenía con suavidad. La figura de la Madre Luna era de una belleza indescriptible, con un halo plateado que parecía envolverla en un manto de estrellas.

—Hija mía,—dijo la deidad con una voz que resonaba como un cántico. —Siempre he estado contigo, protegiéndote desde las sombras. Aunque tus caminos han sido difíciles, tu fuerza y tu corazón puro han brillado incluso en la oscuridad.

Siena se arrodilló, lágrimas cayendo de sus ojos. —¿Eres mi madre?

La figura asintió con dulzura. —Soy la esencia que te dio vida, la que te guió hasta este momento. Pero nunca pude intervenir directamente, pues cada paso que diste debía ser tuyo. Estoy orgullosa de ti, Siena. Has superado todas las adversidades y encontrado el amor que trasciende vidas.

Edward se inclinó también, mostrando respeto. —¿Por qué nos honras esta noche, Madre Luna?

Ella extendió las manos, y un destello de luz los envolvió a ambos. —Porque vuestro amor merece ser celebrado. Hoy los bendigo con una unión eterna y con dos almas puras que nacerán de este vínculo.

De la luz surgieron dos pequeñas figuras: un lobo blanco y otro negro con ojos plateados, símbolos de armonía y fuerza. —Estos cachorros traerán equilibrio y esperanza a su manada. Protejanlos, ámenlos, como yo los he amado a ustedes.

La Madre Luna desapareció lentamente, dejando a Edward y Siena abrazados, conmocionados pero llenos de felicidad. La promesa de una familia y un futuro juntos ahora era más real que nunca. Mientras miraban al cielo, ambos supieron que, sin importar lo que viniera, siempre tendrían a la Luna como guía protectora.

El brillo de la Madre Luna aún parecía flotar en el aire, impregnando el bosque con una paz profunda. Edward y Siena permanecieron abrazados, sus corazones latiendo al unísono. Los pequeños cachorros, materializados como símbolos vivos de la bendición divina, se acurrucaron a los pies de sus padres, dejando escapar suaves gemidos que llenaban el silencio de ternura.

Edward tomó a uno de los cachorros, el de pelaje negro con ojos plateados, y lo sostuvo con cuidado. —Son perfectos, Siena, como si el universo nos los hubiera guardado para este momento.

Siena, aún conmovida, tomó al pequeño lobo blanco, su pelaje tan suave como una nube. Lo miró a los ojos y sintió una conexión instantánea, como si sus almas ya se conocieran. —No puedo creerlo. Son un pedacito de nosotros, una promesa de que lo peor ha quedado atrás.

Los llevaron al interior de la mansión, donde la manada, al percibir la bendición de la Madre Luna, se reunió en un círculo reverente. Los lobos más viejos inclinaron la cabeza en señal de respeto, mientras los más jóvenes aullaban con júbilo. El nacimiento de los cachorros era un símbolo de renacimiento no solo para Edward y Siena, sino para toda la manada.

—Nuestra manada nunca había tenido algo tan sagrado,—dijo uno de los ancianos, su voz temblando de emoción. —Estos cachorros son un regalo de la luna, un recordatorio de que incluso en la oscuridad más profunda, siempre habrá luz.

Edward colocó a los cachorros en una pequeña cama preparada junto al fuego. Siena se sentó a su lado, apoyando la cabeza en su hombro. Ambos miraron a los pequeños dormir, su respiración tranquila llenando la habitación de esperanza.

—Nunca pensé que esto fuera posible,—dijo Edward en un susurro, su mirada fija en los cachorros. —Tener una familia contigo, después de tantas vidas de lucha. Es un sueño del que no quiero despertar.

Siena sonrió, entrelazando sus dedos con los de él. —No es un sueño, Edward. Es nuestra realidad. Lo hemos ganado, lo hemos construido con amor, con sacrificio. Y ahora, es nuestro deber protegerlos, guiarlos, y asegurarnos de que este legado de amor perdure para siempre.

La noche avanzó, pero ni Edward ni Siena sentían cansancio. Permanecieron juntos, vigilando a los pequeños, conversando en susurros sobre los días venideros. Sabían que aún habría desafíos, pero también sabían que juntos podían enfrentarlo todo.

Bajo la luz de la luna que se filtraba por las ventanas, Edward apretó suavemente la mano de Siena. —Prometo que siempre estaré a tu lado, que protegeré a nuestra familia con mi vida si es necesario. Este es solo el comienzo de nuestra historia, Siena.

Ella lo miró, sus ojos brillando con la intensidad del amor eterno. —Y yo prometo amarte en cada vida, Edward. Tú eres mi destino, mi Alfa, mi todo.

Y así, en esa noche cargada de magia y esperanza, Edward y Siena abrazaron el futuro, sabiendo que, por fin, habían roto las cadenas del pasado. Sus almas estaban completas, y su legado comenzaba a escribirse con los latidos de dos pequeños corazones bajo la protección de la luna.




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