Rebeca despertó sobresaltada. Su respiración era agitada y su corazón latía con fuerza. Había tenido un sueño extraño, casi místico: se vio a sí misma flotando en un espacio etéreo, rodeada de luces verdes y doradas, con un símbolo brillante grabado en la palma de su mano. No entendía qué significaba, pero la sensación era tan real que aún podía sentir el cosquilleo en la piel.
Sacudió la cabeza, tratando de despejarse. El reloj marcaba la hora justa para prepararse e ir a la universidad. Ella estaba por entrar a cursar el segund año de carrera. Se levantó, fue al baño, se lavó el rostro con agua fría y se recogió el cabello en una coleta alta. Eligió unos jeans cómodos y una camiseta holgada. Al bajar al primer piso, el aroma del desayuno recién hecho la envolvió. Su madre, como cada mañana, ya estaba en la cocina.
—¡Buenos días, hija! —le dijo con una sonrisa mientras volteaba los huevos en la sartén.
Rebeca apenas respondió con un gesto. Se dirigió al refrigerador para preparar su merienda. Ese día tenía laboratorio y sabía que saldría tarde; no quería perder tiempo buscando qué comer.
Poco después, Jason, su amigo de toda la vida, llegó a recogerla.
Afortunadamente, ambos estudiaban en la misma universidad. Él cursaba Agronomía y ella Biología. Desde pequeña, Rebeca había sentido una fascinación profunda por la naturaleza. Las plantas, los animales, los ecosistemas… todo le parecía un misterio digno de ser comprendido. Su madre solía regañarla por llevar animales a casa: ratones, tarántulas, iguanas… cada excursión al campo terminaba con el mismo sermón.
Su padre gerente y su madre secretaria ambos trabajaban para el mismo banco. A pesar de sus ocupaciones, procuraban comer juntos entre las dos y las tres de la tarde. Su hermano mayor, Manuel, de 24 años, era atlético, moreno y alto —medía 1.80— y pasaba su tiempo libre entre el fútbol y el gimnasio. Rebeca también era alta, de 1.70, piel clara, cabello cafe castaño oscuro largo y ondulado hasta la cintura. Se consideraba bonita, delgada, y aunque la universidad le quitaba tiempo, intentaba asistir a clases de danza cuando el tiempo se lo permitia, pasión que compartía con su madre.
Jason, por su parte, joven maduro para su edad. Su padre había fallecido cuando él tenía apenas ocho años, y desde entonces había asumido el rol de protector de su familia. Su madre y su abuela lo criaron junto a dos hermanas menores, y esa responsabilidad lo había hecho fuerte, centrado y comprometido.
Al llegar a la universidad, Rebeca fue recibida por Clarisa y Jimena, dos sus inseparables amigas. Siempre estaban al tanto de todo lo que ocurría en el campus. Que si Juan había besado a Jessica, que si Pedro discutió con el prefecto, que si encontraron un porro en la mochila de Casandra, la chica popular. Eran un par de metiches adorables, y Rebeca las quería con el alma.
Clarisa, inteligente y soñadora, estudiaba Biología como ella. Su sueño era recorrer el mundo en busca de nuevas especies. Jimena, en cambio, estudiaba Veterinaria. Las tres se conocieron en Matemáticas I durante el bachiller, una materia las tres compartian su disgusto, especialmente por la profesora. Aún no sabían cómo la habían aprobado.
Rebeca no tenía novio, pero había alguien que le gustaba: Jorge, un compañero de su hermano. Era alto, de complexión normal, piel clara y una sonrisa encantadora. Justo ese día, mientras caminaba distraída por el pasillo rumbo a la biblioteca, chocó con él. Sus libros cayeron al suelo.
—Te he visto antes… tu cara me resulta familiar —dijo Jorge, ayudándola a recogerlos.
—Soy hermana de Manuel —respondió ella, nerviosa.
—¡Claro! Ahora entiendo. Me llamo Jorge.
—Rebeca —dijo ella en voz baja.
—¿Vas al laboratorio?
—Sí… —respondió, y salió corriendo, avergonzada.
Ya en el laboratorio, se apoyó en la puerta y suspiró profundamente. Clarisa, su compañera de prácticas, llegó poco después. Rebeca le contó lo ocurrido, y Clarisa soltó un gritito emocionado que Rebeca tuvo que silenciar rápidamente.
La práctica del día era la disección de una rana. A Rebeca nunca le gustó esa parte de la biología. Le dolía ver sufrir a los animales, aunque estuvieran anestesiados. Cuando tocó a la rana, sintió algo extraño: una conexión profunda, como si pudiera percibir su miedo. Se apartó, incapaz de continuar.
—Hazlo tú, Clarisa. No puedo —dijo con voz temblorosa.
Clarisa la miró sorprendida. Rebeca siempre era la más observadora, la más meticulosa. Pero ese día, algo había cambiado. Rebeca pidió permiso para ir al baño. Se sentía abrumada, al borde del llanto.
Salió al jardín y se sentó bajo un árbol. Al tocar su tronco, una oleada de emociones la invadió. Era como si el árbol le hablara, como si compartiera con ella su historia. Se alejó, asustada, y cayó al pasto. Al tocar la hierba, sintió la vida que se escondía bajo ella: insectos, raíces, pequeños seres… podía percibir sus emociones, sus miedos.
—¡Dios mío! —gritó, aterrada.
Corrió al baño, se encerró en un cubículo y llamó a su madre. No sabía qué le estaba pasando. Jimena la encontró y se preocupó al verla tan pálida. Rebeca solo quería sentarse lejos del pasto, lejos de todo.
Jimena que estudiaba en otro piso, fue al baño y se topo con Rebeca que iba corriendo y entrando a un sanitario y cerrando la puerta, ella queria ayudarla, pero Rebeca en su desesperacion no queria ayuda, solo anhelaba irse a su casa.
Su madre llegó poco después y la llevó a casa. Rebeca subió a su habitación y se recostó. Cayó en un sueño profundo.
El Sueño
Una voz suave, pero poderosa, resonó en su mente:
—Estás destinada a hacer grandes cosas. Eres la número cuatro. Eres la druida de la naturaleza. Tu poder está en las plantas y los animales. Tu don es grandioso. No lo olvides… eres grandiosa, FREYAAAA… FREYAAAA…
Despertó de golpe, empapada en sudor. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Estaba perdiendo la razón? Miró su celular: decenas de mensajes de sus amigas. Bajó por un vaso de agua. Sus padres estaban en la sala, visiblemente preocupados.
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Editado: 18.06.2025