Siete Druidas

Capitulo 6: Encuentro inevitable

La voz de Artem resonó en nuestros oídos, un eco persistente que se negaba a disiparse. Cada uno regresó a su hogar con el peso de una verdad incómoda: una batalla inminente contra seres cuya maldad y poder apenas empezábamos a comprender. Nuestras reuniones, antes foros de práctica y camaradería, se tiñeron de una nueva seriedad. Nos entrenábamos, sí, pero seguía siendo un juego de niños comparado con la magnitud de lo que Artem nos había revelado. Fue la profecía final la que nos golpeó con mayor fuerza, dejándome a mí, en particular, con más preguntas que respuestas. ¿Un destino escrito? ¿Un papel que debía desempeñar y del que no tenía la menor idea?

Cuando Artem se desvaneció tan abruptamente como apareció, todos los ojos se posaron en mí. La avalancha de preguntas sobre la profecía era inevitable. "¿Oíste algo, Rebeca? ¿Entendiste la profecía?" Mi rostro, reflejo de la incredulidad y la confusión, les ofreció la misma respuesta muda que ellos ya conocían: no tenía ni la más remota idea. El enigma de Artem y sus palabras se convirtió en una sombra constante, un recordatorio de lo desconocido que nos aguardaba.

El lunes amanecí con una sensación extraña, una punzada en el estómago que me decía que el día sería diferente. La universidad me llamaba, pero mi mente estaba en otro lugar, en la inminente posibilidad de encontrarme con Jimena. La idea de enfrentarla me dolía hasta lo más profundo del alma. ¿Cómo era posible que la chica con la que había crecido, mi casi hermana, formara ahora parte de un grupo que buscaba la destrucción de mi gente, de nuestro mundo, en pos de un poder ya desmedido?

Jimena y yo éramos inseparables desde la primaria. Compartimos risas, secretos y, por desgracia, también su dolor. Su madre la había abandonado cruelmente, dejándola al cuidado de un padre ausente y abusivo. Las pocas veces que la visité, lo encontraba siempre pegado al televisor, con una caguama en la mano, ajeno a la existencia de su propia hija. Jimena nunca lo verbalizó, pero los moretones en sus pequeños brazos y las miradas tristes que lanzaba eran prueba suficiente de que la trataba más como sirvienta que como hija.

Recuerdo una noche en particular, una tormenta en mi corazón que aún me estruja. Jimena llegó a mi casa, empapada por la lluvia y por las lágrimas. Sollozaba incontrolablemente, repitiendo una y otra vez que su padre no la quería, que yo le recordaba a su madre. Aquella noche, mi habitación se convirtió en un refugio para su dolor, yo la abracé, tratando de consolarla mientras el llanto la consumía. Se quedo dormida en mi cama, aferrándose a mí como si fuera su única balsa en un mar de abandono. Enterarme de que ella era una dríada, parte de la oscuridad que juramos combatir, fue un golpe devastador, una puñalada en los recuerdos que atesoraba.

Al llegar a la universidad, mis pasos me llevaron directamente a mi salón, al final de un pasillo largo. Antes de llegar, unas escaleras conducían al segundo piso. Aún faltaba media hora para que comenzaran las clases, por lo que el pasillo estaba casi vacío. Y ahí, sentada en la primera escalera, absorta en su celular, estaba Jimena. Mi corazón dio un vuelco. ¿Debía acercarme? ¿O darme la vuelta y huir al refugio del salón?

Decidí que no podía seguir huyendo. Cada paso que daba hacia ella era una mezcla de aprensión y una extraña necesidad de confrontación. Cuando me acerqué lo suficiente, ella levantó la vista, percatándose de mi presencia. Se puso de pie con una lentitud que me pareció calculada.

"Rebeca, ¿qué haces aquí?", preguntó con una voz que intentaba sonar casual, pero en la que percibía una tensión subyacente.

"Nada. ¿Por qué?", respondí, tratando de sonar indiferente, aunque mi voz se quebró ligeramente.

Una sonrisa malévola, fría y ajena a la Jimena que conocía, se extendió por su rostro. "Porque no puedes hacerme un favor y darme lo que quiero."

Me reí, una risa amarga y vacía. "¿Qué es lo que quieres? ¿Más poder? No sé por qué lo deseas tanto."

Su mirada se endureció, sus ojos brillando con una ambición desconocida. "Niña mimada, tú lo has tenido todo. Unos padres que te aman, un grupo de amigos que te siguen cual garrapatas. A mí, mi madre me abandonó y me dejó con un mugroso padre que me odia." Su voz subió de volumen, cargada de un resentimiento acumulado. "El poder que me dará Belsac me permitirá tener tantas cosas que no sabes cómo aspiro a tenerlo. Solo tengo unas cuantas runas y cierto poder, no me da mucho, pero estoy segura de que puedo darte una buena paliza si lo quisiera."

La amenaza, velada y sin embargo explícita, flotó en el aire entre nosotras. La Jimena que conocía se había desvanecido, reemplazada por una figura imbuida de una oscuridad que jamás habría imaginado. ¿Era esta la verdadera Jimena o solo un reflejo distorsionado por la influencia de Belsac? La pregunta me taladraba la mente mientras el silencio se volvía opresivo entre nosotras.

No quise prolongar la discusión. El peso de las palabras de Jimena se asentó en mi pecho, una losa fría que me oprimía el alma. Seguí caminando, mis ojos se cristalizaron por la tristeza y la impotencia de ver a mi hermana de la infancia diluirse en la sombra de algo irreconocible. La había perdido, y esa dolorosa verdad se grabó en mi mente.

En ese preciso instante, Clarisa se acercó, su rostro denotando preocupación. "¿Qué pasó, Rebeca? ¿Estás bien?" Le conté lo sucedido, cada palabra una punzada. Al igual que yo, Clarisa sintió la tristeza de nuestro encuentro, aunque quizás no con la misma intensidad devastadora que yo. Jimena y Clarisa se habían hecho inseparables desde que entramos al bachiller. Las tres éramos un trío constante: íbamos al cine, salíamos a comer, e incluso nos quedábamos a dormir en casa de Clarisa o en la mía. Éramos, en esencia, nuestra propia pequeña familia.

Durante las clases, mi mente no estaba en el aula. Divagaba, perdida en la discusión con Jimena, en la crudeza de sus palabras y en la amargura que emanaba de ella. En parte, comprendía su dolor. Fui testigo de su sufrimiento, de las cicatrices invisibles que llevaba por la ausencia de su madre y la crueldad de su padre. Aunque en aquel entonces era joven y no supe cómo ayudarla, siempre la admiré por su fortaleza inquebrantable. Ella, la misma Jimena que ahora se alzaba como mi enemiga, fue quien me defendió de las niñas crueles de la secundaria que se burlaban de mis frenillos y de mi rostro lleno de granitos durante la pubertad.




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