Siete Druidas

Capitulo 7: Las peleas a la orden del dia

Clarisa pedaleaba su bicicleta por las calles, el sol de la tarde filtrándose entre las palmeras mientras se dirigía a casa. Un escalofrío le recorrió la espalda. Sentía que algo la seguía, una presencia sigilosa que le erizaba los vellos de la nuca. Trató de ignorarlo, atribuyéndolo al cansancio del día y lo que le habia contado Rebeca de Jimena, ignorando aquello, aceleró el paso, tomando el atajo por el camino menos transitado que la llevaría directamente a su destino.

El atajo, una senda de tierra flanqueada por una densa vegetación, desembocaba en un parque solitario cerca de su casa, un lugar que solía ofrecerle una cálida bienvenida. Pero hoy, la atmósfera era densa y opresiva. Justo cuando sus ruedas tocaron el asfalto del parque, una figura surgió de entre las sombras de los árboles, como si se hubiera materializado de la nada.

Era un hombre, de unos treinta años, con una barba completa y sucia que enmarcaba un rostro curtido. Su pelo, rizado y negro, parecía no haber conocido un peine en semanas. Vestía un overol manchado, y su apariencia desaliñada gritaba descuido. Sin embargo, lo más inquietante era la sonrisa torcida y perversa que se extendía en su rostro mientras sus ojos se clavaban en ella.

"Con que aquí está la garrapata amiga de la santurrona," dijo, su voz rasposa y cargada de burla. El apodo, "santurrona," le dio una punzada: sabía que se refería a Rebeca. "Belsac ya no quiere perder el tiempo." Sus ojos brillaron con una intensidad siniestra. "Dime dónde está su tumba. ¡Dímelo!"

Clarisa sintió un escalofrío helado recorrer su cuerpo. ¿Y quién era ese hombre tan grotesco? Antes de que pudiera procesar la pregunta, el hombre extendió una mano hacia ella. Un viento fuerte y furioso emergió de su palma, una ráfaga invisible que la golpeó con la fuerza de un puñetazo. Clarisa no tuvo tiempo de reaccionar. Fue lanzada de su bicicleta, cayendo con un golpe seco sobre la tierra. El metal retorcido de la bicicleta quedó a pocos metros de ella.

Se levantó de un salto, el dolor en su costado opacado por una nueva oleada de poder. Nunca había sentido algo así, una energía latente que ahora bullía en sus venas. Sin pensarlo dos veces, levantó una mano hacia el hombre. Un rayo de fuego anaranjado y brillante se disparó de su palma, rasgando el aire con un silbido. El hombre, con una agilidad sorprendente, esquivó la llamarada. En su lugar, generó un torbellino de viento a su alrededor, dispersando el fuego como si fuera humo.

"¡Así que la amiguita de la santurrona también tiene truquitos!" gruñó el hombre, sus ojos brillando con una mezcla de sorpresa y diversión. La pelea entre ellos se intensificó, una danza elemental de fuego y viento. Clarisa lanzaba ráfagas ígneas, que el hombre desviaba con maestría, creando corrientes de aire que buscaban derribarla de nuevo. Cada ataque de Clarisa era una respuesta a la agresión del hombre, que parecía disfrutar de la batalla, mientras su mirada insistía en la misma pregunta, "¡¿Dónde está la tumba de Belsac?!"

La batalla entre Clarisa y el hombre desaliñado se tornaba cada vez más intensa en el solitario parque. Clarisa lanzaba sus rayos de fuego con una furia inquebrantable, la desesperación infundiéndole un poder que no sabía que poseía. Él, por su parte, respondía con ráfagas de viento implacables, girando sobre sí mismo para crear pequeños torbellinos que extinguían sus llamas o las desviaban con una facilidad frustrante. Sus ojos, llenos de esa sonrisa perversa, no se apartaban de ella, y la misma pregunta se repetía una y otra vez, "¡¿Dónde está la tumba de Belsac?!"

Clarisa empezaba a sentir el cansancio, la energía de su cuerpo mermando con cada descarga. Sin embargo, en un momento de distracción del hombre, que preparaba otra ráfaga de viento, Clarisa recordó algo que su Rebeca dijo sobre la fuerza de la tierra. Cerró los ojos por un instante y, en lugar de lanzar fuego, concentró su poder en el suelo bajo los pies de su oponente.

La tierra respondió a su llamado. En vez de raíces, esta vez fueron pequeños geiseres de arena caliente los que brotaron repentinamente alrededor del hombre, cegándolo por un instante. Tosió y retrocedió, con la vista momentáneamente oscurecida por la arena. Clarisa no le dio tregua.

Con una determinación renovada, enfocó toda su energía en un solo punto. Cuando el hombre intentó volver a abrir los ojos, un torbellino de fuego concentrado se formó en la palma de Clarisa, no una ráfaga dispersa, sino una espiral ígnea compacta y potente. La lanzó con una precisión letal. El hombre, todavía semi-cegado y desorientado por la arena, no pudo reaccionar a tiempo.

El vórtice de llamas lo impactó de lleno en el pecho, quemando el overol sucio y alcanzando su piel. Un grito de dolor gutural y desgarrador escapó de su boca. El torbellino de viento que intentó conjurar fue débil y se disipó al instante. Cayó al suelo, no con la gracia de antes, sino con un golpe sordo, su cuerpo humeante y su barba chamuscada. Clarisa pudo ver la agonía en sus ojos mientras intentaba inútilmente levantarse, su sonrisa maligna ahora reemplazada por una mueca de sufrimiento. Estaba herido, y mucho.

Clarisa no perdió un segundo. Su respiración era agitada, sus músculos dolían, pero estaba ilesa, salvo por unos rasguños y el temblor en sus manos. Recogió su bicicleta, que yacía en el suelo, y pedaleó con toda la fuerza que le quedaba, sin mirar atrás. Dejó al hombre retorciéndose en el suelo del parque solitario, un recordatorio quemado del peligro que ahora acechaba sus vidas.

El Ataque en el Callejón del Cine

La tarde caía tiñendo el cielo de tonos anaranjados y violetas. Astrid había quedado con una amiga para ir al cine, un plan sencillo para desconectar después de un día inusual. Subió al taxi con la mente divagando en la película que verían, pero a medida que el auto avanzaba, una extraña sensación de incomodidad empezó a invadirla. No podía explicarlo, pero sentía una persistente sensación de estar siendo vigilada, como si una sombra se pegara a ella.




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