Siete Druidas

Capítulo 10: El secuestro de Luisa

La luna nueva colgaba invisible sobre el cielo, y el bosque parecía contener la respiración. El Valle del Silencio, un paso estrecho entre colinas cubiertas de musgo, era el atajo que Luisa tomaba cada noche al salir del entrenamiento. Un sendero que conocía de memoria. Un sendero que, esa noche, la traicionaría.

Luisa caminaba con paso firme, se cerro el sueter, porque sintio una brisa gelida que le empezo a generar frio en su cuerpo. Llevaba una pequeña bolsa con su botellon de agua y una barra energetica y una libreta bajo el brazo. No sospechaba nada. No aún.

Entre las sombras, Thalindra, Zyreth y Kaelira aguardaban.

—Está sola, como siempre —susurró Zyreth, su cuerpo fundido con la oscuridad de una roca—. Justo como predijimos.

—No hagamos ruido —gruñó Thalindra, con los ojos brillando en la penumbra—. Yo me encargo de interceptarla si corre.

Kaelira asintió, y con un gesto de sus dedos, el viento cambió de dirección. Un eco falso, como el llanto de un niño, resonó entre los árboles.

Luisa se detuvo en seco. Frunció el ceño.

—¿Hola? —llamó, mirando a su alrededor—. ¿Hay alguien ahí?

El llanto volvió a sonar, más cerca. Luisa dudó, pero su instinto de sanadora fue más fuerte. Se desvió del sendero, adentrándose entre los arbustos.

Fue entonces cuando Zyreth actuó. Desde las sombras, proyectó una ilusión: una criatura herida, parecida a un cervatillo, con una pata torcida y ojos suplicantes. Luisa se agachó, murmurando un hechizo de sanación.

—Tranquilo, pequeño… no te haré daño.

En ese instante, las raíces del suelo se alzaron como serpientes vivas, envolviendo sus tobillos y muñecas. Luisa gritó, pero el sonido fue absorbido por un hechizo de silencio lanzado por Kaelira.

—¡Ahora! —ordenó Thalindra, saltando desde una rama baja.

Luisa forcejeó, invocando una chispa de luz, pero fue inútil. Zyreth la envolvió en sombras, y Kaelira selló el conjuro con un eco invertido que desorientó su mente. En segundos, la joven druida cayó inconsciente.

Mientras tanto, en lo profundo del bosque, Elaris preparaba el lugar donde Luisa sería encerrada: una cámara subterránea en el Refugio de Corteza. Las paredes estaban hechas de raíces entrelazadas, reforzadas con hongos endurecidos y sellos de putrefacción.

Elaris caminaba en círculos, murmurando palabras antiguas. Cada paso que daba, el suelo se oscurecía, y un aura de descomposición se extendía por la cámara.

—Aquí no habrá luz. No habrá tiempo. Solo verdad —susurró, colocando un cuenco de savia negra en el centro del círculo.

Cuando terminó, se detuvo frente a la entrada y colocó su mano sobre la corteza viva que sellaría la celda.

—Bienvenida, Luisa —dijo con una sonrisa sombría—. El bosque tiene preguntas. Y tú, muchas respuestas.

Luisa despertó con un sobresalto. El aire era espeso, húmedo, con un olor penetrante a tierra podrida y savia fermentada. Estaba tendida sobre un lecho de raíces entrelazadas, y sus muñecas estaban atadas con lianas vivas que se apretaban si intentaba moverse.

La oscuridad era casi total, salvo por un tenue resplandor verdoso que emanaba de hongos en las paredes. El silencio era tan profundo que podía oír su propia respiración acelerada y asqueada del olor putrefacto del ambiente.

—¿Dónde… estoy?

Una figura emergió de entre las sombras. Su silueta era alta, elegante, pero su presencia era inquietante. Era Elaris, la Voz de la Putrefacción.

—Despiertas, al fin —dijo con voz suave, como si hablara a una flor marchita—. El bosque ha estado esperando.

Luisa intentó incorporarse, pero las raíces la sujetaron con más fuerza.

—¿Qué quieren de mí?

—Respuestas —respondió otra voz, más firme.

Desde la entrada de la cámara, Sylmara, Thalindra y Zyreth entraron una a una. La líder del círculo, Sylmara, se acercó con paso lento, su mirada fija en los ojos de Luisa.

—Sabemos que no eres una simple druida. Has sentido el eco del sello.

Luisa negó con la cabeza, confundida.

—No sé de qué hablan. No sé dónde está Belsac.

Thalindra gruñó, impaciente.

—¡Mientes! Todos los druidas lo saben. Solo lo ocultan.

—No —intervino Sylmara, alzando una mano para calmarla—. No miente. No del todo.

Zyreth se acercó por detrás de Luisa, sus dedos extendidos como garras de sombra.

—Podemos mirar dentro. No necesitamos tus palabras.

Luisa sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—¿Qué… qué van a hacerme?

—Ver —susurró Zyreth.

Las cuatro dríadas se colocaron alrededor de ella, formando un círculo. Sylmara colocó una raíz húmeda sobre la frente de Luisa, y Elaris vertió unas gotas de savia negra sobre sus párpados. El mundo se volvió borroso.

Entonces, las visiones comenzaron.

Un campo en llamas. Árboles retorcidos. Gritos. Magia antigua chocando en el aire. Y en el centro, una figura femenina, de cabello blanco como la ceniza, alzando un báculo cubierto de runas. Era una druida ancestral. Su rostro era sereno, pero sus ojos estaban llenos de dolor.

—“No deben encontrarlo” —decía la figura—. “Ni siquiera yo debo recordar…”

Y luego, un destello. Un sello de sangre. Un círculo de piedra. Y oscuridad.

Las dríadas se apartaron bruscamente. Sylmara respiraba agitadamente. Zyreth tenía los ojos muy abiertos. Elaris, por primera vez, parecía desconcertada.

—No sabe nada —dijo Sylmara, con voz tensa—. La druida ancestral… borró el recuerdo. Lo selló en el tiempo.

—Entonces no hay mapa. No hay coordenadas. Solo un eco —murmuró Elaris.

Thalindra golpeó la pared con furia.

—¡Todo esto para nada!

—No —dijo Sylmara, recuperando la compostura—. No es para nada. Ahora sabemos que el sello fue más profundo de lo que creíamos. Y si esa memoria existe… puede ser restaurada.

Luisa, aún aturdida, los miró con miedo y confusión.




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