El bosque estaba en silencio, pero no por paz. Era el silencio de algo que se prepara para devorar.
Elaris caminaba entre raíces negras, con su gran falda arrastrando hojas secas y tierra húmeda. Había permanecido en las sombras durante la batalla, observando, calculando. Y ahora, con el sello aún intacto, sabía lo que debía hacer.
Se reunió con Sylmara en un claro oculto por espinas y niebla. Las demás dríadas estaban allí: Zyreth, Virelya, Kaelira, Thalindra. Todas heridas, pero no vencidas.
—No tenemos suficiente energía —dijo Sylmara, frustrada—. El sello no cederá con lo que tenemos. Ni siquiera con el báculo.
Elaris se adelantó, su voz más firme que nunca.
—Entonces la tomaremos.
Las demás la miraron, confundidas.
—¿De dónde? —preguntó Kaelira.
—De los humanos —respondió Elaris—. De los que nadie extrañará. Los que viven en los márgenes. Los que ya han sido olvidados por su mundo.
—¿Quieres… matarlos? —susurró Thalindra, con un dejo de duda.
—No. No directamente —dijo Elaris—. Solo… extraer su energía vital. La esencia que los mantiene vivos. El bosque puede hacerlo. Yo puedo hacerlo. Y Belsac… nos enseñará cómo.
Sylmara asintió lentamente. No con alegría, sino con determinación.
—Entonces empieza. Reúne lo que necesitamos. Cuando tengamos suficiente… volveremos al sello. Y esta vez, lo romperemos.
Esa noche, en las afueras de una ciudad cercana, Elaris y Zyreth se deslizaron entre callejones y parques oscuros. No eran visibles. No eran humanas. Eran sombras con propósito.
Encontraron a un hombre dormido bajo un puente. Una mujer sentada sola en una banca, con la mirada perdida. Un joven que hablaba solo, ignorado por todos.
Elaris se acercó. Sus dedos tocaron la piel del primero. Una luz tenue, casi imperceptible, salió de su pecho. Su respiración se detuvo. Su cuerpo quedó inmóvil. Silencioso.
—Uno —susurró Elaris.
Zyreth hizo lo mismo con la mujer. Luego con el joven.
—Tres —dijo.
Y así, una a una, las vidas se apagaron. No con violencia. Con vacío.
De regreso en el bosque, Elaris vertió la energía recolectada en un cuenco de piedra. La savia negra burbujeó. El aire se volvió más denso. El sello, a kilómetros de distancia, vibró levemente.
—Ya casi —dijo Sylmara, observando el cuenco—. Solo necesitamos el resto.
Elaris asintió.
—Y lo conseguiremos.
Porque ahora sabían lo que se necesitaba para liberar a Belsac.
Y estaban dispuestas a pagarlo con sangre.
Mientras el bosque se recuperaba de la batalla, en el poblado cercano, una inquietud distinta comenzaba a crecer.
En el Departamento de Salud Pública, las luces seguían encendidas bien entradas la noche. Papeles se apilaban sobre escritorios, y las pantallas mostraban informes médicos con gráficos irregulares. El ambiente olía a café frío y preocupación.
—¿Cuántos casos van? —preguntó la doctora Elena Rivas, jefa del área de vigilancia epidemiológica.
—Ocho… en las últimas dos semanas —respondió su asistente, con voz tensa—. Todos indigentes. Todos encontrados en zonas distintas, pero con el mismo patrón.
Elena abrió uno de los expedientes. Las fotos eran inquietantes: cuerpos sin signos de violencia, sin heridas, sin sangre. Pero sus rostros…
—Parecen momias —murmuró—. Como si les hubieran drenado la vida.
La piel de las víctimas estaba arrugada, seca, completamente desprovista de color. Los ojos hundidos, la expresión congelada en un gesto de vacío absoluto. No faltaba nada material. No había signos de abuso físico. Solo… ausencia.
—¿Toxicología? —preguntó Elena.
—Negativa. No hay rastros de drogas, venenos, ni infecciones conocidas. Pero los tejidos muestran un colapso celular acelerado. Como si hubieran envejecido cien años en una noche.
Elena se frotó la frente, agotada.
—¿Y los análisis de enfermedades infecciosas?
—Ya están trabajando en eso. Pero no hay fiebre, ni inflamación, ni respuesta inmune. Es como si… simplemente se apagaran.
La doctora se quedó en silencio unos segundos. Luego, tomó el teléfono y marcó una línea interna.
—Emite una alerta. Nivel preventivo. Que nadie salga de noche. No sabemos si es una enfermedad, una toxina ambiental… o algo más. Pero no podemos arriesgarnos.
Esa misma noche, en un callejón oscuro, Elaris observaba desde las sombras. Su mirada era fría, calculadora. A su lado, Zyreth se desvanecía entre reflejos de neón y basura húmeda.
—Están empezando a notarlo —dijo Zyreth.
—No importa —respondió Elaris—. No pueden detener lo que no entienden.
—¿Cuánta energía tenemos?
Elaris sacó un pequeño frasco de cristal. Dentro, una luz tenue palpitaba como un corazón débil.
—La mitad. Solo la mitad. Pero pronto… será suficiente.
Zyreth asintió. Y juntas, desaparecieron entre las sombras, dejando tras de sí un silencio más profundo que la noche.
La mañana era gris, y el aire olía a humedad y hojas mojadas. En la bodega de entrenamiento, los druidas se encontraban reunidos en la sala común, compartiendo un desayuno silencioso. El cansancio de la batalla aún pesaba sobre ellos.
Clarisa estaba en ese momento en su casa sentada junto a la ventana, hojeando una revista cuando su teléfono vibró. Era un mensaje de voz de su hermana menor, Daniela.
—“Clari, ¿estás viendo las noticias? En la radio dijeron que hay gente apareciendo muerta en la ciudad… indigentes, dicen que parecen secos, como si les hubieran chupado la vida. Mamá está preocupada. Dicen que no salgamos de noche. ¿Tú sabes algo de esto?”
Clarisa se quedó inmóvil unos segundos. Luego se levantó de golpe.
—¡Rebeca! ¡Luisa! ¡Todos! —llamó, entrando al comedor con el teléfono en la mano—. Escuchen esto.
Reprodujo el mensaje. El silencio se volvió más denso con cada palabra.
#2207 en Fantasía
#1060 en Personajes sobrenaturales
magia, misterio romance secretos intriga, poderes sobrenaturales.
Editado: 18.06.2025