Siete Druidas

Capítulo 15: El despertar del Abismo

El lugar era un llano oculto entre colinas, sin senderos, sin árboles, sin marcas. Solo unas rocas dispersas, cubiertas de musgo, como si el tiempo mismo hubiera olvidado ese sitio. Era perfecto. Invisible. Intocable. Hasta ahora.

Las dríadas se reunieron en círculo. Sylmara, al centro, A su alrededor, Elaris, Zyreth, Virelya, Kaelira y Thalindra se colocaron en formación, cada una con una piedra negra en la mano, cargada con la energía vital robada.

—Aquí fue sellado —dijo Sylmara, su voz temblando por la magnitud del momento—. Aquí lo traicionaron. Hoy… lo liberamos.

Con un gesto, Elaris comenzó a trazar una runa gigantesca sobre la tierra, usando savia negra mezclada con sangre. La runa brillaba con un resplandor rojo profundo, pulsante, como un corazón enterrado.

—¡Por la raíz olvidada! —gritó Virelya.

—¡Por la savia corrompida! —añadió Zyreth.

—¡Por el bosque que sangra! —clamó Kaelira.

—¡Por el poder que nos fue negado! —rugió Thalindra.

Sylmara alzó los brazos al cielo y este se oscureció. El viento se detuvo.

—¡Belsac! —gritó—. ¡Señor del abismo! ¡Devuélvenos lo que nos arrebataron!

La runa se encendió. El suelo tembló. Las piedras comenzaron a flotar, girando lentamente en el aire. Una grieta invisible se abrió en el centro del círculo. Un rugido sordo emergió desde las profundidades.

Pero el sello… resistía.

Las dríadas gritaron al unísono, canalizando toda la energía acumulada. Sus cuerpos temblaban. Sus ojos brillaban. La tierra se agrietaba bajo sus pies.

—¡Más! —gritó Sylmara—. ¡Denle todo!

La runa estalló en llamas negras. El aire se volvió irrespirable. Y entonces, con un estruendo que partió el cielo…

El sello se rompió.

Una explosión de energía oscura los lanzó a todas por los aires. Cayeron al suelo, jadeando, exhaustas, sus cuerpos temblando por el esfuerzo. El llano quedó en silencio.

Hasta que algo emergió.

Desde la grieta, una figura gigantesca se alzó. Alas negras como la noche. Cuerpos de sombras girando a su alrededor. Ojos rojos como brasas vivas. Belsac.

Su voz no fue un grito. Fue un temblor en el alma.

—Libre… al fin dijo y se rio de jubilo y gozo....

El suelo se partió. Las piedras se deshicieron. El cielo se tornó rojo. Y con un rugido que hizo sangrar los oídos de las dríadas, Belsac alzó el vuelo, dejando tras de sí un cráter humeante y un mundo que ya no sería el mismo.

Las dríadas, tendidas en el suelo, apenas podían moverse. Pero Sylmara sonreía.

—Lo logramos…

El suelo aún humeaba cuando Belsac descendió de los cielos como una sombra viviente. Sus alas, negras como la noche sin luna, se extendieron con un estruendo que hizo temblar los árboles cercanos. Las dríadas, aún aturdidas, alzaron la vista con temor.

Con un paso que hizo crujir la tierra, Belsac se plantó frente a ellas. Su mirada, ardiente y cruel, se posó sobre las figuras caídas.

—Seres ilusos… —dijo con voz profunda, como un trueno contenido—. ¿De verdad creyeron que les daría más poder? ¡Ja! No me hagan reír.

Jimena, con el rostro cubierto de tierra y sangre, se irguió tambaleante. Dio un paso al frente, enfrentándolo.

—¡Me lo prometiste! —gritó, con la voz quebrada por la rabia—. Dijiste que si te liberaba, me darías el poder para destruir a mi padre… para tener toda la riqueza del mundo. ¡Me mentiste!

Belsac la observó con una mezcla de burla y desprecio.

—Humana ingenua… —escupió—. ¿Creíste que compartiría mi poder contigo? Lo poco que te di fue un cebo, una chispa para romper mis cadenas. Ya cumpliste tu propósito. Ya no me sirves.

Alzó una garra envuelta en fuego oscuro, y con un gesto sutil, arrancó de Jimena la energía que la envolvía. Ella cayó de rodillas, jadeando, sintiendo cómo el vacío la devoraba desde dentro.

—¡No… no…! —susurró, mientras las lágrimas surcaban su rostro—. ¡Era mío…!

Las dríadas, al ver la escena, sintieron el terror calarles hasta los huesos. Sin mirar atrás, huyeron entre los árboles, dejando tras de sí solo el eco de sus pasos y el llanto de Jimena.

Mientras tanto, en la bodega de entrenamientos, los druidas se encontraban inmersos en su entrenamiento diario. El aire estaba cargado de energía natural, y los cánticos antiguos resonaban entre los árboles como un eco ancestral. Pero de pronto, un estremecimiento invisible recorrió la tierra.

Luisa se detuvo en seco. Sus ojos se abrieron con un brillo de alarma, y su respiración se volvió errática. Rebeca, a su lado, sintió lo mismo: una oleada de energía oscura, densa, como si el corazón del mundo hubiera sido herido. Ambas se miraron, y al unísono, con voces temblorosas, gritaron:

—¡Lo han liberado!

El silencio cayó como un manto sobre el claro. Las peleas entre ellos cesaron. Todos los presentes se quedaron inmóviles, como si el tiempo mismo se hubiera detenido.

Manuel, con el rostro pálido, rompió el silencio.

—¿Y ahora… qué haremos?

Nadie respondió. El peso del fracaso se sentía como una losa sobre sus hombros. Habían sido preparados, entrenados, destinados a evitar este momento. Y sin embargo, habían fallado. La frustración y la impotencia se mezclaban en sus corazones como veneno.

Rebeca bajó la mirada. Su semblante era una mezcla de tristeza y determinación. Miró su mano, donde el anillo druídico brillaba con una luz tenue, como si respondiera a su angustia. Sin pensarlo, murmuró con voz suave pero firme:

—Artem…

En un instante, el aire se tornó más denso, cargado de una presencia antigua. Un destello de luz dorada iluminó el claro, y de la nada emergió Artem, el venado ancestral. Su cornamenta resplandecía y sus ojos, profundos y sabios, se posaron sobre Rebeca.

Ella se adelantó, con pasos lentos, y se detuvo frente a él con sumo respeto. Su voz tembló al hablar:

—Hemos fallado… Belsac ha sido liberado.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.