El viento soplaba con un lamento antiguo mientras las hojas secas danzaban sobre el suelo agrietado del Bosque Desolado. El cielo, cubierto por nubes negras, parecía contener la respiración del mundo. En lo alto de una colina calcinada, Belsac contemplaba el horizonte, inmóvil, como si esperara algo… o a alguien.
Sus alas plegadas aún humeaban, y su silueta, recortada contra el cielo rojo. De pronto, un estruendo de cascos rompió el silencio. Artem, el venado ancestral, emergió del bosque como un relámpago dorado, seguido por las druidas. Su presencia iluminaba el paisaje muerto, como si la esperanza misma cabalgara con él.
Belsac giró lentamente la cabeza, y una sonrisa torcida se dibujó en su rostro.
—Viejo amigo… —dijo con voz grave, cargada de veneno—. Veo que sigues igual de soberbio. ¿Cómo te atreves a venir hasta mí?
Artem se detuvo a unos pasos, su mirada firme, su aliento tranquilo a pesar del caos.
—No soy tu amigo, Belsac. Nunca lo fui. Estoy aquí porque conozco tus planes… y no permitiré que destruyas este mundo.
Belsac soltó una carcajada que hizo temblar las ramas secas de los árboles.
—¡Qué aburrido eres, Artem! Siempre tan noble, tan predecible. Este mundo está podrido. No merece ser salvado. Lo consumiré todo… y cuando el último árbol caiga, abriré el portal. La Horda me espera. Millones de demonios, hambrientos, sedientos de sangre. Y tú… no podrás detenerme.
Las druidas se alinearon detrás de Artem, sus rostros tensos, sus corazones latiendo con fuerza. Entre ellas, Jimena se mantenía en silencio, arrodillada, con la mirada clavada en el suelo. Su cuerpo temblaba, no por el frío, sino por el peso del arrepentimiento.
Cuando sus ojos se cruzaron con los de Rebeca, sintió una punzada en el pecho. La vergüenza la envolvió como una sombra. Quiso hablar, pedir perdón, pero las palabras se ahogaron en su garganta.
Rebeca no dijo nada. Solo la miró con una mezcla de tristeza y compasión. No había odio en su mirada… solo decepción.
Artem dio un paso al frente. Su voz, aunque serena, retumbó como un trueno contenido.
—No estás solo, Belsac. Y aunque hayas sembrado el miedo y la desesperanza, aún hay quienes lucharán. Este mundo no te pertenece. Y no caerá sin pelear.
Belsac entrecerró los ojos. Por un instante, su sonrisa desapareció. El aire se volvió más denso.
La batalla final se acercaba.
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Editado: 18.06.2025