El aire se volvió eléctrico, cargado de una tensión invisible que recorría el campo como un presagio ineludible. Artem, aún en su forma de venado ancestral, cerró los ojos con solemnidad. Un resplandor dorado comenzó a emanar de su cuerpo, creciendo en intensidad hasta que fue imposible sostenerle la mirada. Las dríadas y druidas se cubrieron los ojos, y hasta Belsac, irritado, entrecerró los suyos.
Entonces, con un estallido de luz celestial, Artem cambió.
Donde antes se alzaba un venado, ahora emergía una figura humana de majestuosa presencia. Su piel resplandecía como mármol bañado por el sol, y su cabello flotaba como hilos de luz danzando al viento. Sus ojos, profundos y serenos, contenían siglos de sabiduría, dolor y esperanza. Era Artem en su forma verdadera: el Guardián de la Vida, el Equilibrio Encarnado.
Alzó ambas manos, y desde su pecho se expandió una onda de energía pura que sacudió el campo como una ola de renovación. Las druidas sintieron cómo una fuerza ancestral despertaba en su interior., cada Druida recibió un anillo del cual brillaron con intensidad, y sus cuerpos se envolvieron en auras de colores vivos: verde como la esperanza, azul como la sabiduría, rojo como la voluntad.
—Este poder no es mío —proclamó Artem, su voz resonando como un eco eterno—. Es la voz de la tierra, su escudo, su clamor. Ustedes son sus elegidas. Hoy, se convierten en las Líderes Druidas.
Las druidas se miraron entre sí, y por primera vez, el miedo se transformó en determinación. El destino les había sido revelado.
Pero Artem no había terminado.
Cerró los ojos nuevamente y extendió su conciencia más allá del campo de batalla, hacia el corazón del bosque… hacia las dríadas.
En lo más profundo, donde la luz apenas tocaba el suelo, las dríadas se ocultaban, temblorosas. Sylmara, aún débil, sintió una calidez en su pecho. Una voz suave, como un susurro entre las hojas, la llamó:
—Sylmara… aún hay tiempo. El arrepentimiento es la raíz del cambio. Vengan. El mundo las necesita.
Una a una, las dríadas sintieron el llamado. Se miraron, y por primera vez desde la caída, se pusieron de pie. Con lágrimas en los ojos y el corazón ardiendo, corrieron hacia la luz, hacia la redención.
En el campo, Belsac observaba con creciente furia.
—¿Reclutas más peones, Artem? ¿Crees que eso cambiará algo? ¡Yo soy el fin! ¡Yo soy la verdad que este mundo se niega a aceptar!
Artem lo miró con calma, pero con una firmeza inquebrantable.
—Y nosotros… somos la esperanza que tú no pudiste destruir.
Belsac trazó símbolos oscuros en la tierra. Un portal se abrió con un chillido desgarrador, y de él comenzaron a emerger criaturas demoníacas, deformes y hambrientas de destrucción. El apocalipsis había comenzado.
La batalla se gestaba en un campo lejano, pero los pocos moradores cercanos, al ver el cielo oscurecerse y sentir la tierra estremecerse, comenzaron a clamar ayuda al Altísimo, a elevar plegarias desesperadas. Sabían que sus vidas pendían de un hilo.
La prensa local, alertada por el caos, llegó en cuestión de minutos. Las cámaras captaron el horror: un evento sobrenatural, una guerra entre la luz y la oscuridad, transmitida en vivo al mundo entero.
Y en medio de todo, el destino de la tierra pendía de un hilo.
El cielo se partió en un grito de tormenta. Truenos como rugidos de bestias antiguas sacudieron el campo. Desde el portal abierto por Belsac, criaturas demoníacas emergían sin cesar: colosos de carne fundida, espectros alados, bestias de ojos vacíos. El aire olía a azufre y desesperanza.
Pero Artem no retrocedió.
—¡Druidas, dríadas… alzaos! —tronó su voz, como un tambor de guerra ancestral.
Las druidas se alinearon, sus anillos brillando con un poder renovado. Rebeca, al frente, alzó su báculo envuelto en luz curativa. A su lado, Clarisa invocó llamas que danzaban como serpientes vivas. Astrid se elevó con el viento, veloz como un halcón. Valeria canalizó rayos que chispeaban en sus manos como látigos celestiales. Marlen cubrió el campo con una niebla espesa, y Jorge hizo brotar lanzas de cristal desde la tierra misma.
Y entonces, del bosque, llegaron ellas.
Las dríadas.
Sylmara encabezaba la marcha, su mirada firme, su esencia conectada aún con Belsac, pero ahora guiada por la luz. A su lado, Nymira extendía sus manos y los árboles enemigos se marchitaban, volviéndose armas retorcidas contra los demonios. Thalindra rugió, transformándose en una loba gigantesca, liderando la carga. Virelya soltó enjambres de insectos que cegaban y devoraban. Elaris tocó el suelo, y los cuerpos caídos de demonios comenzaron a pudrirse al instante. Zyreth se desvanecía entre sombras, creando ilusiones que confundían al enemigo. Kaelira reía, su voz multiplicándose en ecos que desorientaban a los invasores.
El campo se convirtió en un caos glorioso.
Fuego y viento. Rayo y sombra. Vida y muerte. Naturaleza y corrupción.
Belsac, en el centro del portal, alzó sus brazos y la tierra se agrietó. De su boca brotó un canto oscuro, una letanía de destrucción. Pero Artem respondió con un rugido de luz. Su cuerpo se elevó, envuelto en una esfera dorada, y desde su pecho brotó una lanza de energía pura que atravesó el cielo.
—¡Este mundo no caerá! —gritó Artem—. ¡No mientras la esperanza respire!
Los demonios se abalanzaron. Las dríadas y druidas resistieron. Cada una luchaba con el alma, con el corazón, con la tierra misma latiendo en sus venas.
Y así, comenzó la verdadera batalla por el destino del mundo.
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Editado: 18.06.2025