El campo de batalla ardía bajo un cielo desgarrado por relámpagos. El portal demoníaco seguía abierto, vomitando horrores de carne y sombra. Las dríadas y druidas se separaron, cada grupo enfrentando su propio infierno.
I. El Círculo de los Druidas
Rebeca lideraba a los suyos con una calma feroz. Su anillo brillaba como un faro, guiando a sus hermanas y hermanos en medio del caos.
—¡Formación de escudo! —gritó, y Jorge alzó muros de piedra que detuvieron la primera oleada de demonios.
Clarisa rugió, lanzando una columna de fuego que incineró a una bestia de múltiples bocas. Astrid surcaba el aire, cortando con cuchillas de viento, mientras Marlen invocaba una tormenta que oscureció el cielo y ralentizó a los enemigos. Valeria, con ojos encendidos, lanzó un rayo que partió a un demonio alado en dos.
—¡Por la tierra! —gritó Valeria, y el grito fue respondido por un coro de magia y furia.
Los demonios eran infinitos, pero los druidas eran la voluntad de la naturaleza encarnada.
II. El Retorno de las Dríadas
En el flanco opuesto, las dríadas se desplegaron como una tormenta salvaje.
Thalindra, en forma de oso, embistió a una criatura de huesos negros, destrozándola con sus garras. Virelya soltó enjambres de ratas e insectos que devoraban carne demoníaca con hambre insaciable. Nymira extendió sus manos, y raíces corrompidas surgieron del suelo, atrapando y desgarrando enemigos.
Kaelira reía, su voz multiplicándose en ecos que confundían a los demonios, haciéndolos atacarse entre sí. Zyreth, invisible entre sombras, cortaba gargantas con precisión letal. Elaris caminaba entre cadáveres, acelerando su descomposición, convirtiendo el campo en un pantano de muerte.
Sylmara, al centro, alzó su báculo de raíces vivas.
—¡Por el bosque que sangra! ¡Por la redención! —y su grito fue como un latido que unió a todas.
Las dríadas, antes caídas, ahora eran furia, justicia y renacimiento.
III. El Último Umbral
En el centro del campo, Artem y Belsac se encontraron.
El Guardián de la Vida flotaba, envuelto en luz dorada. Belsac, deformado por su propio poder, era una amalgama de carne, sombra y odio.
—No puedes contenerme, Artem —gruñó Belsac—. ¡Soy el final inevitable!
—No esta vez —respondió Artem, su voz como un trueno sereno—. Esta vez, no serás contenido. Serás destruido.
Belsac lanzó una ola de oscuridad. Artem respondió con una explosión de luz. El impacto sacudió la tierra, partiendo el campo en dos. Los demonios se detuvieron, como si el universo contuviera el aliento.
El cielo se abrió. El bosque tembló. Y la batalla final comenzó.
Capítulo Final: El Corazón del Equilibrio
El campo de batalla quedó en silencio.
Las dríadas y druidas, cubiertos de heridas y gloria, se detuvieron. Los demonios, sin su maestro, se desvanecían como humo en el viento. Solo dos figuras permanecían en pie, en el centro de un cráter humeante: Artem, el Guardián de la Vida, y Belsac, el Heraldo del Fin.
El cielo se oscureció por completo. No quedaba sol, ni luna, ni estrellas. Solo el eco de un mundo que contenía el aliento.
—¿Por qué insistes, Artem? —gruñó Belsac, su cuerpo deformado por el poder oscuro—. Este mundo ya eligió su destino. Muerte. Ruina. Olvido.
—No —respondió Artem, su voz como un río sereno—. Este mundo eligió resistir. Y mientras quede una chispa de vida, tú no prevalecerás.
Belsac rugió, y una lanza de oscuridad pura surgió de su pecho. Artem la desvió con una barrera de luz, pero el impacto lo hizo retroceder. El suelo se partió bajo sus pies.
—¡Tú no entiendes! —gritó Belsac—. ¡Yo soy la verdad que la vida teme! ¡Soy el ciclo final!
—Y yo soy el ciclo eterno —respondió Artem, alzando sus manos al cielo—. ¡Soy la raíz, la savia, el renacer!
Una explosión de energía dorada brotó de su cuerpo. Árboles surgieron del suelo, brotando en segundos. Flores estallaron en vida. El campo muerto floreció.
Belsac gritó, retrocediendo, su carne humeando bajo la luz.
—¡NO! ¡NO PUEDES DESTRUIRME! ¡YO ESTOY EN TODO!
—No estás en el amor. No estás en la esperanza. No estás en el perdón —dijo Artem, avanzando paso a paso—. Y por eso… hoy desapareces.
Artem alzó ambas manos. Un círculo de luz se formó a su alrededor, y de él brotaron las voces de todas las dríadas, druidas, y criaturas del bosque. Era un canto. Un llamado. Un juicio.
Belsac intentó lanzar un último ataque, pero su poder se deshacía como ceniza.
—¡Yo soy eterno! —gritó, desesperado.
—No. Solo eras necesario… hasta hoy.
Artem cerró los ojos. Un haz de luz descendió del cielo, puro y silencioso, como una sentencia divina. Atravesó el pecho de Belsac sin violencia, pero con una fuerza absoluta. No hubo explosión. No hubo grito. Solo un instante suspendido en el tiempo… y luego, un silencio tan profundo que pareció envolver al mundo entero.
El cuerpo de Belsac comenzó a resquebrajarse, como una estatua hecha de ceniza. Sus ojos, antes llenos de odio, se apagaron. Su forma se desintegró lentamente, deshaciéndose en polvo oscuro que el viento recogió y dispersó entre los árboles, como si la tierra misma se negara a conservar su memoria.
El portal se cerró con un suspiro final, como si el universo exhalara al fin. Las nubes se disiparon. El cielo se despejó. Y el mundo… respiró.
Artem cayó de rodillas, exhausto, su luz menguando pero aún cálida. Las dríadas y druidas corrieron hacia él, cruzando el campo ahora cubierto de brotes verdes. Rebeca fue la primera en llegar. Al tocar su hombro, la tierra bajo sus pies floreció en un círculo de vida: lirios, tréboles, helechos… como si la naturaleza misma celebrara su victoria.
—Lo hiciste —susurró Rebeca, con la voz quebrada—. Lo hicimos.
Artem alzó la mirada. Sus ojos, cansados pero serenos, se encontraron con los de ella. Y por primera vez en siglos… sonrió.
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Editado: 18.06.2025