El viento traía consigo susurros de su nombre, susurros que calaban en lo más profundo de mi ser, susurros melancólicos que despertaban en mí aquella sensación triste de su recuerdo, de ese mismo recuerdo que era el único remedio a mi soledad fría e inquebrantable. Su imagen era mi única compañía, vacía e insípida. La veía en cada esquina, en mis sueños, en cada rostro pecoso y tierno que observaba estaba su imagen; la veía en todas partes. Enloquecía, pero no por ella; enloquecía de ella.
En una de mis búsquedas, ya rutinarias, me quedé dormido bajo aquél frondoso árbol, el mismo que se había convertido, silenciosamente, en una especie de símbolo, su símbolo… nuestro símbolo. Cuando desperté la vi dormida sobre mí, recostada en mis piernas. Creí que tenía uno de esos sueños en los que te sueñas soñando; me pareció un sueño cruel, casi una pesadilla. La había soñado antes; sin embargo, eran sueños distintos, sueños en que no podía alcanzarla, pesadillas en las que ella se alejaba de mí afanosamente, como si huyese de mí. Me pellizqué fuerte con el fin de despertar de la inhumana trampa que yo mismo me ponía; me dolió, pero era un dolor delicioso puesto que estaba despierto; dormía sobre mí mi anhelada felicidad. No supe qué hacer, en realidad no pude hacer nada más que reír y llorar al mismo tiempo; fluían de mis ojos lágrimas dulces acompañadas de suspiros que dibujaban su nombre. Mis alegres gimoteos irrumpieron en la fragilidad de sus sueños y sin querer la desperté; sus ojos se abrieron lentamente, tenían consigo la misma belleza que un amanecer; un amanecer en su rostro y en mi alma. Sonrió mientras lentamente se sentaba. Lucía más hermosa de lo que recordaba. Aún con lágrimas brotando de mis ojos me dediqué a observarla; sus ojos me parecieron más hermosos que la última vez, su tez más suave y delicada. Una suave caricia rompió mi letargo; sus manos limpiaban mi rostro de lágrimas y su sonrisa tranquilizaba mi ser. Dejé de llorar tras varios suspiros y gimoteos. La brisa soplaba fuerte, haciendo de su fastuoso cabello ondulado un caos hermoso; lo aparté de su rostro con la ineludible delicadeza con la que se debe tratar una flor de tal aticismo, la tomé suavemente e interrumpí su sonrisa con un beso. Esa noche se encontraron nuestros cuerpos y nuestras almas se fundieron. Hicimos el amor… “N”.