Sigilo del Velo

Capítulo 5 – Trae tu propia maldición

El atardecer en Brindlebrook sabía ser dramático… pero educado. El cielo se pintaba un poco de rosa, un poco de dorado, y luego recordaba que éramos un pueblo con dos calles y decidía no presumir. Lira y yo cruzamos la pradera con la cesta de pan vacía balanceándose entre los dos, como si hubiéramos ido a pescar y solo atrapado aire.

La cabaña de Marda estaba donde el sendero se olvidaba de ser sendero. Su huerto era una guerra entre plantas útiles y lo que hubiera decidido crecer por voluntad propia. El romero ganaba. El romero siempre ganaba. Humo salía de su chimenea torcida, lo cual parecía apropiado.

Abrió la puerta antes de que tocáramos.

—Llegáis tarde —dijo, luego miró el cielo y añadió—: Tarde según una medida que acabo de inventar. Entrad.

Dentro olía a té con varias vidas encima y a estantes con opiniones propias. La mesa, despejada por primera vez, mostraba un barreño, una espiral de tiza y un manojo de romero listo para ser ascendido a incienso.

—Zapatos fuera —ordenó Marda—. Las botas arrastran lo que el día no quiere guardar.

Lira se los quitó con la soltura de una profesional y me dio un codazo hasta que yo hice lo mismo.

—Es entrenable —le dijo a Marda—. Como una cabra terca. O una escoba.

—Te he oído —protesté.

—Bien —dijo Lira—. Era la idea.

Marda me examinó como un carpintero evalúa una tabla que no termina de confiar.

—Muy bien, chico. Enséñame tu problema.

—Traje una lente —dije, lo cual no era exactamente la respuesta.

—Y yo traigo rodillas que se quejan cuando llueve —replicó ella—. Todos cargamos algo. Camisa.

Me arremangué. Lira se puso a mi lado, lista por si me daba por desmayarme con estilo. Bajo la piel, las líneas eran más claras: una rueda de círculos que no lo eran, radios torcidos donde no debían. No parecía enfadado. Parecía… deliberado. Como si mi cuerpo hubiera firmado un contrato en mi ausencia.

Marda no tocó. Miró.

—Mmm. Geometría inquieta. —Inclinó la cabeza—. Y zumba. ¿Lo oyes?

—A veces —dije—. Repite “pronto”, como un gato diciendo “puerta”.

—Exacto. —Trazó un círculo con tiza en el suelo, con tres marcas atravesándolo—. Ponte aquí. Lira, allí. No salgáis de las líneas salvo que la casa arda. Si arde, salid con educación.

—¿Qué cuenta como “educación”? —preguntó Lira.

—No gritar. —Encendió el romero—. O gritar, pero afinados.

Agitó el humo hacia mi pecho. El sigilo—mi sigilo—respondió con un cosquilleo tibio, como si hubiera estado esperando la conversación en el idioma correcto. Por un instante las líneas brillaron de violeta amoratado, luego se apagaron.

Marda gruñó.

—Artes viejas, portador joven.

—Suena a cumplido —dije con esperanza.

—Es una observación con camisa limpia —replicó ella—. Quieto.

Murmuró palabras que no se molestaron en ser palabras y pasó el humo sobre el barreño. El agua tembló como si algo debajo hubiera intentado no dejarse ver. Cuando se calmó, reflejó tres rostros… y una sombra de más.

Lira la vio también.

—¿Hay un cuarto al que deba insultar, o es decorativo?

—Decorativo —dijo Marda, aunque no parecía convencida. Arrojó ceniza al agua. La sombra se contrajo como pez en luz poco profunda.

—Bien. Tres cosas vas a aprender ahora, antes de que el mundo te las enseñe a golpes.

—¿Reglas? —dijo Lira—. Me encantan las reglas. Sirven para romperlas.

—Primera regla —levantó un dedo—: no alimentas una marca como esta.

—¿Qué?

—Ni con miedo, ni con orgullo, ni con nombres inventados. Cuanto más creas que eres el centro de la historia, más hambre tiene.

—Anotado —dije, intentando parecer lo menos protagonista posible.

—Segunda: respondes solo cuando se te habla. Si susurra, puedes tararear, pero no preguntas. Las preguntas hacen puertas.

—Las puertas suenan útiles —dije.

—Las puertas sirven para salir… y para dejar entrar.

—Vale. Menos puerta, más muro.

—Tercera —alzó el romero como batuta—: no lleves los problemas de otros en el bolsillo.

Mi mano fue al disco.

—Ah.

—Sí, “ah”. Ponlo en la mesa.

Lo dejé allí. Marda lo miró como se mira una avispa dormida: con respeto y plan.

Lira apoyó la barbilla en las manos.

—Conocimos a su vendedor. Nariz larga, sin parpadear. Su ayudante lleva trenzas que podrían cortar pan.

—Mmm. Vigilantes de caminos. No son lo peor. No son lo mejor.

—¿Trabajan para… esto? —señalé mi pecho, el barreño, el caos general.

—Trabajan para los caminos —dijo ella, como si eso explicara política y salario—. A veces el camino y lo que hay debajo se hablan.

—Genial —murmuré—. Adoro cuando las metáforas se vuelven literales.

Acercó el barreño al disco hasta que el agua lo tocó apenas. Las líneas del disco vibraron y, por un instante, coincidieron con las de mi piel. El barreño resonó, suave, un sonido en los dientes, y la luz de la cabaña titubeó.

Lira retiró los dedos de golpe.

—Eso es un no rotundo.

Marda suspiró como quien ve caer una tarta al suelo.

—Está agrietado. No el disco. Lo que intenta reflejar.

—El Sello —dije, olvidando que no debía.

Los ojos de Marda se afilaron.

—¿Y quién te enseñó esa palabra?

—Un sueño. Uno grande. Mala decoración. Cadenas en el cielo.

—Mmm. —Echó más ceniza. La sombra en el agua se retorció en algo sin forma pero que funcionaba como tal—. El sello antiguo que mantiene los viejos dientes donde deben ya no es lo que era. Algo empuja. Algo escucha a un portador. ¿Sabes qué es un portador, chico?

—Alguien al que le pasan la cesta y se convierte en el recado.

—Cerca. —Levantó el romero hacia mi pecho—. No es maldición de “te convertirás en erizo los martes”. Es una llamada. A ti. O a través de ti. Y no me gusta esa diferencia más que a ti.

Sentí la mirada de Lira. Intenté poner cara tranquilizadora y fallé.

—¿Podemos… no sé, borrarlo? ¿Darme de baja?



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En el texto hay: aventuras magia, humor y fantasía

Editado: 06.09.2025

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