Sigilo del Velo

Capítulo 13 – Excursión al Apocalipsis

Si existe una frase peor que “vamos a separarnos”, es “vamos a hacer una excursión a los otros bordes”. Marda dijo ambas sin pestañear.

—Primero el río —decidió al amanecer, apretando el hilo rojo alrededor de mi muñeca—. Después la encrucijada. El cementerio al final… a menos que tengamos mala suerte.

—¿Y qué cuenta como mala suerte? —pregunté.

—Cementerio primero —respondió, y me empujó un trozo de pan en la mano—. Come. No se puede tararear con el estómago vacío. Suena como disculpa.

Así fue como terminé saliendo de Brindlebrook con Lira a mi lado, el vendedor y la mujer de las trenzas adelante, y el ganso del pueblo siguiéndonos como si tuviera plaza fija. Marda se quedó atrás para reparar el molino y aterrorizar carpinteros hasta que trabajaran rápido.

—¿Reglas? —preguntó Lira cuando los campos dieron paso a los sauces.

—No invitar, no compadecer, no nombrar —recité.

—¿Y? —insistió.

—No morir de manera dramática, supongo.

—Aceptable —dijo ella—. No tenemos presupuesto.

El río Brindle no era lo bastante grande como para merecer un bardo, pero tenía ambiciones. Se inclinaba hacia el Bosque Inclinado y luego se apartaba otra vez, como si hubiera aprendido la prudencia a las malas. El vado estaba donde las viejas piedras del ferry formaban una hilera de espaldas grises sobre el agua. Alguien—muchos alguienes—había dejado ofrendas en la orilla: hilos de lana, monedas demasiado delgadas para gastar, el dibujo infantil de un pez con patas.

—Trabajo de borde —dijo el vendedor, arrodillándose para colocar su taza de lata sobre una piedra plana—. Los ríos son excelentes fingiendo estar en otra parte. Eso los hace fáciles de pedir prestados.

—O de que te los pidan prestados —añadió la mujer de las trenzas. Colocó tres clavos en un triángulo perfecto—. No mires el agua.

Yo miré el agua. Me devolvió la mirada como un vidrio demasiado paciente.

Formamos círculo. Lira se encogió de hombros.

—Si nos sale un pez con anzuelos, pienso dejar reseña.

—¿Cuántas estrellas? —pregunté.

—Dos y media. No lo recomiendo.

El anillo en mi muñeca tiró dos veces—modales, clima—y mi pecho se calentó hacia el zumbido que aún no había empezado. Recordé la mano de Marda en mi hombro antes de partir: Si pide amablemente, di que no amablemente. Si pide con rudeza, dile no con tus huesos.

—Empieza —murmuró la mujer de las trenzas.

Tarareé. Las tazas del vendedor respondieron con tres notas, ding-ding-ding, fiables como la culpa. El río siguió siendo río.

Luego recordó que tenía ambiciones.

El agua del vado se alzó—no como ola, no como salpicadura—, se moldeó en una cresta y se mantuvo erguida como una columna probando postura. No rompía la superficie, la discutía. Y ganó. De esa cresta se desplegó una cadena brillante como piel de anguila, con anzuelos que no eran metal y tampoco no lo eran.

—Bromeaba con lo del pez con anzuelos —dijo Lira entre dientes.

—Escribe a atención al cliente —dije, y avancé.

La cadena se deslizó sobre la piedra más cercana, tanteando con un anzuelo. El violeta bajo mi piel creció para recibirla. Mantuve el zumbido constante, lo empujé por mis costillas, hasta el cuchillo sin nombre. La hoja respondió con un pulso débil, como recordando el molino.

—Asegura, no persigas —me recordó la mujer de las trenzas, voz de hierro.

Aseguré. O lo intenté. La cadena se movió más rápido que la valentía de mi mano. El anillo me jaló hacia la izquierda y me libró de un agujero nuevo. Ataqué donde el eslabón no estaba—y aun así lo golpeé. Chispas, o la idea de chispas, reptaron por el acero.

El río respondió.

El agua detrás de la cadena se acumuló y se alzó con ella, un brazo probando la idea de hombro. Una segunda cresta surgió más lejos. Anzuelos colgaban de ella como lluvia buscando pasatiempo.

—¡Sal! —gritó el vendedor.

Lira arrojó una línea sobre la piedra frontal. La cadena dudó, probó la sal y decidió ofenderse. Bien. Los enemigos ofendidos cometen errores.

—Ata—aquí—habría dicho Marda. Esa palabra vivía en mi pecho ahora. La presioné dentro del zumbido. Los círculos violetas se superpusieron, discutieron, y se comprometieron lo suficiente. Una línea delgada de luz se extendió entre dos piedras y no se hundió.

La primera cadena se lanzó a mi garganta.

No me enorgullece lo que pasó. Chillé, muy heroicamente, y resbalé en una roca. La cadena falló por un suspiro; el ganso picoteó el anzuelo y soltó un sonido que escucharé cada vez que recuerde el miedo. Lira me tiró del cuello de la camisa y me empujó detrás de ella.

—Mantente de pie —dijo—. Si alguien va a ensartarse en esta relación, seré yo. Tengo mejor seguro.

Quise discutir cada palabra, especialmente “relación”, pero el río volvió a alzarse y convirtió el vado en una dentadura.

—Más grande —notó la mujer de las trenzas.

—Gracias —dije—. Justo esperaba un subtítulo útil.

—Intentará probar tu nombre —dijo el vendedor suavemente—. No lo dejes. Los nombres abren puertas.

—Ni siquiera tengo nombre para el cuchillo.

—Exacto.

La segunda cresta desplegó su propia cadena. Llevaba una corona de ausencia—lazos donde el agua fingía no estar—y había aprendido de los errores de la primera. Esta fue por Lira.

Me moví. Mi cuchillo encontró el eslabón un respiro antes de que lo hiciera él. El anillo me quemó la piel. El sigilo estalló lo bastante fuerte como para pintar de neón los sauces. El eslabón gimió—sí, gimió—como una rueda girando al revés a propósito.

—Sujeta —dijo la mujer de las trenzas.

—Lo hago —jadeé—. ¡Preferiría sujetar menos!

Ella martilló un clavo en la orilla y el sonido corrió por el agua como un rumor bien calzado. La cadena se sacudió. Lira metió su hoja corta bajo la mía para hacer palanca. Juntos creamos algo con lo que el río tuvo que discutir.



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En el texto hay: aventuras magia, humor y fantasía

Editado: 06.09.2025

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