Miedo, angustia y desesperación. Esas fueron las tres sensaciones que se desbordaron en mí. Lo que veía estaba fuera de mis pesadillas más atroces, agregando en la ecuación lo repentino del acontecimiento. Era un milagro que aún estuviera consciente.
—¡¡Lucía!! ¡¡Cariño!! —Volví a gritar. En el último llamado mi voz se quebró.
Mi intención fue ir y verificar la condición de mi amada, pero después de haber escuchado el grito de Carol, hubo un debate interno sobre el curso de acción que debía tomar, pues, mi hija parecía necesitar ayuda también.
—¡Carajo!
La decisión que tomé se inclinó en Lucía. Verla de tal forma influyó en mi elección, no obstante, seguía pendiente de Carol y la urgencia de la situación.
Con cuidado, crucé el fuego circundante que quemaba parte del pasto. El área donde mi esposa yacía tumbada se volvió negra por la caída del rayo.
—¡¡Cariño!!
Mis lágrimas salieron sin obstrucción alguna. Me agaché con temor y le tomé el pulso.
—¡¡Cielos, sí!!
Estaba viva. Un alivio de igual magnitud que mis emociones negativas cobró vida, pero no fue suficiente para que estuviera calmado. El peligro no se había ido.
—No…
Mi esposa abrió la boca y salió esa débil palabra, casi inaudible si no fuera porque la distancia cercana entre ambos.
—¡¡Sé fuerte!! ¡¡Llamaré a la ambulancia!!
—No… —repitió, y entonces abrió los ojos—. Ven… Acércate…
Notando la importancia de su petición, cedí a la solicitud y lentamente, pensando que quizá con mi leve tacto podría lastimarla, acerqué mi oído a su boca.
—El mundo está en peligro… El Rey Impacto y su rebelión… Mátalo… La reina es… Mi promesa… y salvación… Loius Berton, Argento.
Sentí que ella quería decirme más, solo que se vio limitada por las condiciones actuales. Por otro lado, no entendía ni poco de lo que hablaba, me era desconocido.
—Sí, comprendo. Sé fuerte, por favor —expresé con voz temblorosa, mintiéndole para que se despreocupara.
Lucía me miró un momento y una sonrisa se dibujó de sus labios.
—Te amo… —me dijo y me tocó la mano—. Te bautizo.
De repente, una luz brotó de su palma y una tranquilidad inexplicable y relajante calidez atrapó mi mente, para después ser atacado por un dolor de cabeza tenaz.
Luchando contra eso, me mantuve despierto para verla cerrar los ojos.
—Lucía … ¡¡¿Lucía!!
Mis manos perdieron la fuerza cuando ella no volvía abrir los párpados y un miedo carcomió mi corazón adolorido. Tembloroso, comprobé sus signos vitales y mis emociones contenidas salieron a flote.
—¡¡Nooo!! —El peor momento de mi vida, enseguida supe que lo era—. ¡¡Nooo!!
No sé cuántas veces grité, sin embargo, me era imposible parar. Mi amada esposa, madre de mi hija, había muerto.
Estaba devastado. Agarré la parte superior de su cuerpo y la abracé, entretanto mis lágrimas fluían y fluían y mi llanto no tenía fin. La acaricié, la besé, hice de todo con una loca esperanza de que reviviera, pero jamás sucedió.
Cierto tiempo más tarde recordé el grito de Carol. Me obligué a secarme las lágrimas y posponer mi dolor para dirigirme hacia allá.
A ella la hallé en el baño, desmayada. En la regadera salía agua y le caía en la espalda. Angustiado la cargué y la llevé a la cama. Allí me di cuenta de que no era un desmayo, se había dormido.
Ciertamente, me pareció extraño, debido a que Carol nunca había gritado antes.
—¡Qué desgracia! ¡Por qué a mí! ¡¡Por qué a mí!! —rugí en la habitación de mi hija, llorando sin consuelo.
No se me olvidó llamar a emergencias. Ellos llegaron casi una hora después del fatídico evento y levantaron el cuerpo de Lucía.
Rápidamente la noticia se propagó por el vecindario. Los vecinos de manera ordenada tocaron mi puerta y me dieron el pésame. Mis familiares hicieron acto de presencia más tarde, ya que vivían lejos. Cada uno extendió su apoyo, no obstante, la verdad era que quería estar solo. Esa tarde y esa noche, lloré y lloré con desenfreno.
Ni que hablar del entierro. Mi garganta estaba adolorida de tanto llorar y aun así continué. Cada vez que la imagen de Lucía venía a mi memoria, me descontrolaba.
Para mi mala suerte, Carol permaneció dormida, preocupándome por eso; sin embargo, también cuando me imaginaba el momento de su despertar y se enterara de la muerte de su madre. Mi corazón débil podría romperse por completo.
Un dato adicional, que tuvo que esperar horas para darle notoriedad, fue mi dolor de cabeza y fiebre. Tomé pastillas y nada cambió, pero era el último de mis problemas.
Dos días después del entierro, me encontraba en mi casa, en la habitación de mi hija, para ser exacto. El tiempo más largo que ella se mantuvo dormida fue de cuatro días y ahora estaba a uno de igualarlo.
—Despierta, mi niña, te necesito —le dije en voz baja mientras me ponía de pie y salía de la habitación.
Al cruzar la puerta, mi visión se oscureció.
—Maldito mareo —El número cinco en los últimos días. Siendo doctor me automediqué, sin resultados positivos—. ¿Tendré que ir a chequearme?
Prometí que si me mareaba de nuevo, iría. Tocando el tema del hospital, en el trabajo me dieron unos días libres tras la noticia de su esposa.
Llegando a la sala de estar, me senté en el sofá. Agarré el computador que tenía al lado. No fue casualidad, había un propósito el querer prenderlo.
Se trataba de las últimas palabras de Lucía. Al principio lo pasé por alto, no obstante, tan solitario en mi casa y al recordar cada detalle de ese día, opté por navegar en la web.
«Rey Impacto», pensé. Lo escribí y oprimí en el buscador. Lo que me apareció no fue nada de interés, como si hubiera escrito algo inventado. «Intentaré con este».
Loius Berton. Ese fue el nombre que busqué. De antemano presentía que podría hallar algo, porque era un nombre real, aparentemente.
El navegador me envió a varios artículos y sitios web de distintas personas que tenían ese nombre de pila.
«Qué problema», me quejé. Así las cosas, no iba a encontrar nada concreto. Fue entonces cuando en unos de los artículos me di cuenta de un detalle. «¡Argento!»
Había una noticia con dicho nombre y país, uno recién nacido hace 70 años, y si bien recordaba, Lucía había mencionado esa nación.
Sin pensarlo dos veces lo leí, y cada vez que hacía, mis cejas se fruncían.
Se trataba de un hombre de 40 años. El artículo era de hace 5 años y decía que dicha persona había sido internada en un manicomio luego de que se le diagnosticara locura, tras haber gritado a los cuatro vientos que el planeta ya estaba invadida y que perdimos el control del mismo, catalogando a los humanos como meras marionetas. Además, habría violentado a varios compañeros de trabajo.