—¿Es él? —Mi cara se puso seria—. ¿Un lunático?
El primer interrogante que floreció fue por qué Lucía me diría ese nombre. Si analizaba bien los acontecimientos, las cosas se tornaron extrañas segundos antes de que le impactara el rayo. Esa transacción de felicidad a tristeza e impotencia en su rostro fue visible para mí.
«Es como si ella hubiera anticipado el rayo…», deduje. Mis ojos se abrieron de sorpresa al aterrizar en tal conclusión. «¿Es eso lógicamente posible?».
Una semana atrás y hubiera jurado que no, sin embargo, sabía lo que había visto.
«Si fuese ese el caso, entonces las palabras que me dijo tal vez tengan verdad en ellas», desarrollé una nueva deducción y fue apoyada por esa extraña luz que irradió en la palma de la mano. «Pensé que lo había imaginado. A decir verdad, desde ahí parten mis dolores de cabeza y mareos».
Cada vez tomaba como cierto lo que antes me parecía un efecto de las emociones intensas y también las reflexiones sobre las anomalías, por ejemplo, el rayo que cayó sin una nube en el cielo.
Observé en silencio la computadora bajo el conflicto entre la lógica y lo que había atestiguado. Tiempo después, respiré profundo, cerré el portátil y tomé una decisión.
—Me arriesgaré.
No había nada que perder, solo dinero y tiempo, cuestión que me era irrelevante.
Llamé a la aerolínea y compré un boleto, me duché y cuando salí, le marqué al vecino. Era un hombre de 50 años, canoso y educado, que jugaba con mi hija con frecuencia en su casa.
—Patrick, aquí estoy —tocó la puerta y le abrí.
—Adelante, Sr. Enrique.
Le expliqué el motivo. Le conté que pretendía irme de viaje unos días y quería que cuidara de Carol.
—Será un placer —respondió.
Posteriormente, empaqué las maletas mientras el Sr. Enrique traía las suyas. El tiempo voló y lo que debía estar listo, lo estuvo.
—Tenga un buen viaje, joven Patrick.
—Muchísimas gracias.
Con eso me despedí. Antes de entrar al auto noté que la casa del Sr. Enrique yacía abierta. Al ser un apasionado por la historia, las comparaciones vinieron a mí. En este caso, la ausencia reducida de ladrones de manera radical.
La vida en general ahora era pacífica, creo haberles contado algo. Además de la casi desaparición de los ladrones, los homicidios, violaciones, corrupción, entre otras actividades ilícitas e inmorales, disminuyeron grandemente. Nadie se preocupaba entonces porque le robaran las pertenencias de su casa.
Subí a mi auto y con los cinturones abrochados, aceleré. Ya que era un carro volador, por supuesto, mi vía no estaba en el suelo, sino en el aire.
Me elevé hasta posicionarme a la altura mínima requerida para los conductores de autos aéreos y me dirigí a mi destino, el cual era una estación de vuelo.
Pasadas las dos horas, pisé el aeropuerto luego de estacionar el auto.
Allí, intenté pensar algo distinto que no fuera en Lucía y Carol, así fuera por un corto, pero, por desgracia, no se pudo.
En medio de mi lamentable estado, la verdad que no me di cuenta cuándo ya había pisado territorio de Argento.
Todavía era de día ya que en este país es más temprano que en el mío. Con ganas de volver donde Carol lo antes posible, cogí un taxi y me llevó a la dirección del manicomio.
A pesar de que Argento era un bebé, los avances iban en marcha con un ritmo increíble, más que cualquier otro. El magnate presidente no escatimaba esfuerzos en desarrollar el territorio y estar a la vanguardia con la tecnología. Las ciudades, los edificios, vehículos de transportes, etc., hablaban por sí solos.
Cuando el taxista me dijo que habíamos llegado, me bajé. Lo que encontré fue un manicomio relativamente pequeño.
«Hay escasas personas», pensé después de mirar por unos segundos. «Claro, los trastornos psicológicos ya no son frecuentes».
Me recibió una mujer de mediana edad que a simple vista tenía características de una secretaria. Me preguntó el motivo de mi visita y le expliqué. Ella posó sus ojos en mí con extrañeza.
Si antes dudaba de que las instalaciones estaban vacías, luego de caminar por ahí, se me disiparon. Mi conjetura había sido correcta.
—Sr. Patrick, del otro lado se encuentra el paciente. Hay cámaras de vigilancia por su seguridad, pero los sonidos se desactivaron —informó la mujer.
—Entiendo. Gracias.
Sabía del protocolo, por lo que simplemente fui educado en responder.
La habitación en la que ingresé podría definirla como pequeña, donde 3 o 4 personas podrían hablar, no obstante, hasta ahí. El espacio era limitado.
En el centro, una mesa y dos sillas en ambos lados verticales se hallaban y un hombre se sentaba en una, en silencio y tranquilo: Louis.
Los años le habían pasado factura, creo que más de lo debido, porque su apariencia parecía la de un viejo. La barba y cabello largo desarreglado tampoco lo ayudaban.
—Hola, mucho gus…
—¿Por qué demonios me visitas? Ni siquiera te conozco.
El tipo me impidió presentarme. Su voz amargada me confirmaba el mal humor que tenía.
—Me llamo Patrick Hollam. Quiero hablar con usted —solté, entretanto me sentaba. Entendí que había que ser directo.
—No te conozco. Lárgate. Me robas el tiempo.
—Necesito pre…
—¡Lárgate!
Lo admito, ese rugido me asustó. Afortunado de que tuviera camisa de fuerza.
Ese tal Louis no veía la hora en que me fuera y le dejara hacer lo que sea que hiciera en este manicomio. Apreté los dientes de rabia, pero, sin opciones, me puse de pie para salir.
—Qué irritante, Clark —Lo oía pronunciar en voz baja, como si hablara con alguien.
«Viejo lunático», dije en mi interior. De repente también tenía ganas de irme.
—Sí, sé que este tipo es uno de esos perros del Rey Impacto —volvió a hablar con quién sabe qué.
Apenas escuché esa palabra, frené en seco.
—¡¿Qué dijiste?!