La primera vez que soñé con un muerto tenía apenas siete años. No llovía esa noche. No tronaba. El cielo estaba limpio, sin luna, como una hoja en blanco demasiado perfecta. Y sin embargo, algo pesaba. No en el aire, no en el cuerpo… sino en el alma. Un peso denso, inexplicable, como si algo invisible se hubiera sentado a los pies de mi cama.
Soñé con don Esteban, el zapatero del pueblo. Estaba sentado en la banca de piedra de la plaza, justo bajo el farol que parpadeaba como una vela a punto de extinguirse. No hablaba. No se movía. Solo me miraba con unos ojos apagados, sin reflejo, como si hubieran olvidado lo que era estar vivos. Vestía su delantal de trabajo, pero estaba sucio, desgarrado, y manchado de algo que no era betún. Tenía los zapatos cambiados de pie: el izquierdo en el derecho y viceversa. A su alrededor, los árboles no se movían, y el viento… tampoco existía. Era un sueño sin sonido, sin tiempo.
De pronto, en medio de ese mutismo, don Esteban levantó una mano, lenta, como sumergida en agua espesa, y la extendió hacia mí. No dijo mi nombre. No hizo un gesto. Solo señaló… detrás de mí. Giré en el sueño. No vi nada. Pero el frío que sentí en la nuca fue tan real que grité.
Me di la vuelta otra vez, y él ya no estaba en la banca. Pero ahora lo veía... frente a mi casa. Estaba de pie, justo al otro lado del portón, inmóvil como una estatua, con la mirada clavada en la ventana de mi habitación. Su silueta se recortaba contra la penumbra, y un halo pálido lo rodeaba como si algo no lo dejara entrar, pero tampoco irse. La sensación era tan opresiva, tan intensa, que me faltó el aire.
Desperté jadeando, empapada en sudor. Me incorporé con dificultad y llevé la mano a la garganta. Tenía la boca seca, la lengua áspera, y un sabor metálico que no era de saliva. —¿Mamá? —susurré, pero mi voz apenas salió. La habitación estaba a oscuras. Solo la luz del pasillo, muy tenue, entraba por la rendija de la puerta. No se escuchaba nada. Ni los grillos, ni el viejo ventilador. Era como si el mundo entero hubiera contenido la respiración.
Y entonces, lo sentí. Un crujido en el colchón. A mi lado. Como si alguien se hubiese sentado. Me congelé. Quise rezar, pero se me olvidaron las palabras. Solo apreté la sábana con los dedos fríos, hasta que las uñas me dolieron.
—Fue un sueño —me dije en voz baja—. Solo un sueño...
Pero el colchón no se deshundía. Cerré los ojos con fuerza, los abrí de golpe… y ya no había nada. El peso se había ido. Y sin embargo, al mirar hacia la ventana, vi una silueta quieta, recortada en la cortina. No tenía rostro. No tenía forma definida. Solo la presencia. Solo el terror.
Al amanecer, mientras mi cuerpo seguía tenso y la garganta me ardía de tanto callar, me senté a la mesa con las piernas colgando, los pies sin alcanzar el suelo. Mi madre untaba arequipe en el pan con movimientos lentos, casi mecánicos.
—Mamá… soñé con don Esteban. Estaba muerto, creo —murmuré, con voz temblorosa.
Ella solo ladeó el rostro, sin girarse del todo, y me miró de reojo, con expresión tensa.
—No digas esas cosas, hija. Es solo un sueño —dijo finalmente, volviendo la vista al pan—. Tú a veces sueñas cosas raras. Eso es todo.
Pero yo sabía que no. Aún podía ver los ojos apagados del zapatero, la mano levantada, la plaza congelada. Sentía ese sabor a hierro en la boca, ese aviso que no se podía ignorar.
—No era raro, mamá… era triste. Y oscuro.
Ella no respondió.
—Come, que se enfría el chocolate —insistió, con la voz demasiado baja.
Dos días después, mientras jugaba con una cuerda en el patio, lo volví a ver. No en un sueño, no con los ojos cerrados… sino en la vigilia. Pasó frente a mi casa. O eso creí. Llevaba el mismo delantal, la misma expresión. Y cuando corrí a la reja, ya no estaba. Pensé que mi mente me estaba jugando una mala pasada, pero el escalofrío que recorrió mi espalda fue real, tan real como la sombra que, por un instante, se proyectó sobre la puerta.
Al tercer día, el pueblo amaneció distinto. El aire era más espeso, como si las palabras quisieran evitar ser dichas. Nadie barría las aceras, nadie regaba las matas, y hasta los perros parecían andar de puntillas. A las diez en punto, una ambulancia cruzó la plaza con la sirena apagada. El sonido del motor fue lo único que se atrevió a romper el silencio. Las voces se fueron encadenando entre las rendijas de las casas, corriendo como agua por las paredes:
—Es don Esteban…
—Lo encontraron en el taller…
—Sentado… como si se hubiera dormido.
Yo ya lo sabía.
Corrí al corredor, todavía con los pies descalzos, el corazón rebotándome en las costillas. Carmen, mi mamá, estaba en la cocina, limpiando la mesa como si frotar con más fuerza pudiera quitarle la inquietud del alma.
—¡Mamá! —le grité desde el marco de la puerta—. ¡Lo vi esta mañana! ¡Te lo juro! Estaba parado frente a la casa, como en el sueño… con los zapatos cambiados. Me miró… como si se estuviera despidiendo.
Ella levantó la cabeza, pero no se acercó. Se quedó quieta, con el trapo en la mano, apretándolo como si fuera lo único que la sostenía.
—No digas eso, niña —murmuró al fin, con voz seca, sin atreverse a mirarme directo a los ojos—. No lo llames. No lo pienses más. Esas cosas mejor dejarlas quietas.