En el pueblo, los sueños no se tomaban a la ligera. Todo el mundo sabía que había sueños que eran pura paja del subconsciente… y otros que venían con encargo. De esos que llegan en la madrugada y no se van hasta que se cumplen.
Ya yo los conocía. Tenía apenas diez años, pero desde más chiquita sabía cuándo un sueño traía mensaje. Lo sentía en el pecho, como un peso tibio, como si alguien me hablara desde el otro lado.
Aquella noche, cuando la casa parecía dormida y los grillos callaban sin razón aparente, soñé algo que aún me cuesta contar. No porque no lo recuerde —porque lo recuerdo todo, con una claridad que duele.
En el sueño, estaba de pie frente al patio de una casa que no era la mía, pero me resultaba familiar, como si hubiera vivido allí en otra vida. El aire olía a tierra mojada y a flores secas. Un vestido blanco colgaba de una cuerda de tender que cruzaba el patio de lado a lado. No era un vestido cualquiera. Tenía bordes de encaje antiguo, botones de nácar, mangas largas como de otra época. El tipo de vestido que una abuela guardaría para su nieta para el día de su boda.
El viento lo mecía suavemente, como si una mano invisible lo acariciara con ternura. Y debajo… había pétalos. Muchos. Pétalos esparcidos como si alguien los hubiera lanzado como un ritual. Rosas blancas, jazmines, y otras flores más tristes… flor de muerto, pensé. Porque ese olor lo reconocía: el de las ofrendas del Día de los Difuntos. Un aroma entre dulce y marchito, entre altar y cementerio.
Pero no había novia.
Ni novio.
Ni música.
Ni voz humana.
Solo el vestido, flotando, solitario, bajo un cielo extraño.
Era un cielo turbio, como de agua sucia. Un cielo que parecía arrastrar nubes de otros siglos, pesadas, detenidas, que no avanzaban ni lloraban. Parecía el cielo antes del diluvio. Un cielo que no decide si bendecir o castigar.
Entonces, vi una sombra parada tras un árbol seco, justo al borde del patio. No tenía rostro. Estaba allí, como si llevara siglos esperando ese momento. Una figura más negra que la noche misma, como hecha de lo que queda cuando se apaga la luz y la fe al mismo tiempo. No hablaba. No se acercaba. Pero su presencia helaba el aire.
Y yo… no podía moverme.
Ni gritar.
Ni correr.
Ni despertar.
El vestido se balanceaba más fuerte ahora, y las flores comenzaban a volar. Una por una, como si el viento quisiera arrancarlas del suelo. Algunas tocaban mis pies descalzos y me dejaban una sensación fría, como si estuvieran mojadas de lágrimas. O de otro líquido más denso, más oscuro.
La sombra no se iba.
El vestido no caía.
El cielo no clareaba.
Y entonces desperté, de golpe, con el corazón latiendo como si hubiera corrido kilómetros. Afuera, la noche seguía cerrada, pero la cuerda de tender de mi patio estaba moviéndose sola, sin viento alguno. Y al pie del árbol de guayaba… juro que vi un solo pétalo blanco. Solo lo miré. Y recé.
Porque hay sueños que no son solo sueños.
Son advertencias.
Son memoria del alma.
O presagios de lo que aún no llega… pero ya está cerca.
Me levanté y me vestí en silencio. Salí al patio descalza, con el corazón apretado y los pensamientos inquietos. Mi madre, Carmen, ya estaba despierta, colando café con canela en la cocina. El vapor subía como un suspiro caliente que perfumaba todo el aire. Le hablé de la boda. Le dije lo que soñé. Que no debía hacerse. Que algo oscuro se avecinaba si ese compromiso seguía su curso. Pero apenas iba a terminar, cuando apareció doña Mirta, la vecina del frente, con su bata floreada y la voz cargada de emoción.
—¡Ay, Carmen! ¡Mi niña se casa! —gritaba como quien lanza arroz al viento, riendo sola—. Anoche le propuso matrimonio ese muchacho del campo, ¿te acuerdas del de las manos grandes?
Mi madre, sin perder el gesto sereno, enredó la cuchara en la taza y dijo:
—¿Tan rápido? Pero si no llevaban ni un año…
—Eso fue como mandado de Dios, Carmen. Yo no sé, pero anoche sentí que algo me decía “prepárese”.
Desde la hamaca, yo solo miraba el suelo. Ya lo sabía. Hay verdades que uno guarda como quien guarda fuego en las manos: sabiendo que si lo suelta, quema… y si no, también.
Esa mañana, mi papá no preguntó mucho. Solo dijo, sin mirarme, mientras afilaba su machete oxidado en la mecedora:
—¿Otra vez soñaste?
Asentí, bajito. Sentía las palabras atoradas entre el pecho y la garganta.
Él soltó el machete, me tomó la mano con fuerza y dijo:
—Mija, esas cosas no se andan diciendo por ahí. La gente en el pueblo es buena… pero asustada. Y cuando no entienden, se asustan más. Y cuando se asustan… señalan.
Yo no asentí por miedo. Sino porque lo entendía. Desde niña lo entendí. Ser diferente era como andar con una lámpara encendida en la frente: alumbras, pero también deslumbras. Y eso incomoda.
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Esa noche, la brisa no era brisa. Era un suspiro grande, viejo, uno de esos que vienen desde las entrañas del mundo, cruzando corredores vacíos, cocinas donde ya no se cocina y patios donde los muertos aún se sientan a fumar sin que nadie los vea. Se coló por debajo de la puerta como si supiera que yo estaba esperándolo.