Esa noche no cantaron los grillos.
El viento no silbó entre los árboles, y hasta los perros callejeros, esos que siempre ladraban a la nada, dormían como si alguien les hubiera dicho que no molestaran. El pueblo entero estaba en pausa, como si supiera lo que yo ya presentía.
Una quietud espesa cubría las calles, como una cobija húmeda extendida por manos invisibles. Era una de esas noches raras… de las que uno solo entiende con el cuerpo. De esas en que los vivos y los muertos parecen compartir el mismo aire.
Yo había rezado el rosario como cada noche, sentada sobre la cama, con las piernas cruzadas sobre la colcha floreada que olía a sábados de sol. Llevaba puesta mi pijama blanca, la que tiene angelitos celestes bordados en el pecho. Siempre duermo descalza. Me gusta sentir el piso frío bajo los pies, aunque a veces las corrientes no vienen del viento sino de otro lugar... un lugar sin nombre.
Apagué la lámpara de mesa y cerré los ojos con la esperanza de dormir rápido. Pero el aire cambió. No se volvió frío ni cálido, sino pesado, como cuando alguien entra con una pena vieja cargada en los hombros. No había corriente, pero la cortina se movía. No había luz, pero algo parpadeaba en las esquinas del cuarto.
Y entonces, lo sentí.
Un susurro sin palabras me rozó la oreja. Era un aliento seco, como de difunto. Me quedé quieta. Abrí los ojos apenas, lo justo para ver sin ser vista. Y fue entonces cuando el colchón crujió. Primero un gemido leve… luego el hundimiento lento, exacto, de alguien que se sienta con cuidado.
Pero yo no estaba dormida.
No grité. No pude. No por miedo… sino por respeto. Algo dentro de mí —algo que viene desde los huesos— me decía que debía quedarme en silencio.
Y entonces los vi.
Mi bisabuelo Aurelio estaba sentado al borde de la cama. Tenía la misma chaqueta de paño que usaba para los entierros, el sombrero en las manos, los ojos tristes. Pero lo que me estremeció fue verla a ella.
Mi bisabuela.
Doña Elisa.
Muerta hacía diez años.
Estaba ahí, sentada junto a él. Con su vestido de flores moradas, la peineta negra bien puesta y los labios pintados. Igualita a como la recordaba cuando freía buñuelos los domingos, cantando bajito con la radio del comedor. Pero no era ella. No del todo.
Estaba más pálida que el mármol de la iglesia. Más quieta que las fotos en blanco y negro que guardamos en la caja de cartón del armario alto. Los ojos, abiertos, vacíos y llenos a la vez. Una mirada sin tiempo, sin lágrimas, pero con una ternura honda… como la de las madres que saben lo que va a pasar.
No dijo nada al principio. Solo me miró.
Y en esa mirada estaba todo.
El perdón. La pena. El aviso.
Mis labios comenzaron a moverse solos. No con voz, sino con esa oración antigua que me enseñó mi abuela, como una trenza tejida entre generaciones: —Ave María, Ave María, Ave María…
Entonces, ella inclinó apenas la cabeza. Y habló.
Con voz delgada, sin aire, como si me hablara desde dentro de un sueño viejo: —No es por ti que hemos venido, mija…
Tragué saliva, sin poder moverme.
—Es por él. —dijo, señalando al bisabuelo con una mano huesuda.
—Ya lo están esperando del otro lado. Él no lo sabe aún… pero su alma ya lo sabe. Por eso anoche soñaste con el vestido blanco, ¿te acuerdas?
Yo asentí. Claro que me acordaba.
El vestido colgando en la cuerda.
Los pétalos.
La sombra.
—Lo vimos todo —continuó—. Sabíamos que tú entenderías. Porque lo tuyo… no es simple sueño. Es puente. Es llamado. Es herencia.*
Su voz era como un eco húmedo que se me metía por las orejas y se quedaba en el pecho.
—Cuando despiertes, ya no estaremos. Pero tú vas a saber. Y cuando llegue el momento… no temas. No llores. Solo reza como te enseñamos.
Me temblaban los dedos.
La Virgen del Carmen parecía parpadear desde el cuadro torcido.
El crucifijo lanzaba su sombra hacia la puerta.
Y el aire olía a cera vieja, a colonia de misa, y a tierra mojada… como cuando hay velorio sin avisar.
—¿Y si me duele? —pregunté, sin darme cuenta.
Ella me sonrió. Una sonrisa chiquita, cansada, pero dulce: —Lo que duele, mi amor… también limpia. Y tú ya naciste sabiendo cómo volver a armar lo que otros no entienden.
Luego, su rostro comenzó a desdibujarse. No con miedo. Con suavidad. Como si el humo se llevara su figura.
El colchón se deshundió sin ruido. El aire volvió a respirar.
La lámpara, aunque apagada, parpadeó una vez… y luego otra.
La sombra del crucifijo dejó de moverse.
La cortina se quedó quieta.
Me dormí en algún momento. No recuerdo cuándo. Solo sé que al despertar, el cuerpo me dolía como si hubiera cargado un peso muy grande.
Pero era el alma la que estaba más cansada.
A la mañana siguiente bajé a la cocina en silencio. Mi madre colaba café con canela. Me senté a su lado sin mirar la taza.
—Mamá… —dije, apenas—. Anoche vinieron.
Ella giró la cabeza despacio, con la cucharita aún en la mano.
—¿Quiénes?
—Los bisabuelos. Ella… y él también. Sentados en mi cama. No hablaron. Solo me miraban.
—Pero el abuelo Aurelio está vivo… —dijo ella, con voz baja.
—Ya no. —respondí sin mirarla.
Mi madre no dijo nada más. Pero la cucharita tintineó dentro de la taza. Y en ese sonido, supe que lo sabía. Que lo había sentido también.