Signos del otro mundo

Prólogo

En este pueblo, los relojes no mandan. Aquí, el tiempo se mide distinto: por el número de velas encendidas en una noche, por los entierros que bajan por la colina, por los sueños que despiertan a mitad del rosario.

No pedí ver. No pedí escuchar voces donde no había nadie. No pedí sentir frío en la espalda cuando el sol caía a plomo. Pero todo eso me buscó. O mejor dicho, me encontró.

Dicen que hay personas que nacen con una grieta invisible en el alma. Una especie de ventana entre este mundo y el otro. Yo soy una de esas. Lo supe desde el primer sueño que tuve con un muerto —uno que me miró desde la esquina del cuarto, sin moverse, sin parpadear… pero con una tristeza que aún puedo recordar.

Desde entonces, he sabido cosas antes de que ocurran. He sentido presencias que no siempre quieren ser sentidas. He visto lo que otros no ven. El perro café que me sigue desde niña solo se deja ver por mí. Y cuando rezo, hay lámparas que parpadean como si alguien, desde el otro lado, escuchara.

Mi mamá decía que eran inventos. Pero me miraba raro. Como si supiera más de lo que decía.
Mi papá prefería el silencio. Rezaba fuerte cuando algo raro pasaba, y afilaba su machete como si eso espantara las sombras. Pero yo sabía que lo hacían por mí.

Esta es mi historia.
Pero no solo mía.
Es la historia de los que caminan sin cuerpo. De los que se despiden en sueños. De las puertas que se abren sin llave… y del amor que aún puede florecer entre la vida y lo demás.

Porque hay un límite fino, casi transparente, entre lo que es y lo que fue. Y yo —María Angélica, la de los sueños, la que reza, la que escucha— nací justo en ese umbral.
Y hay días en que lo cruzo.
Sin querer.
O quizás… porque alguien allá me llama.




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