Signos del otro mundo

Capítulo 2: El protector

Después de eso, vinieron más sueños. Bodas, incendios, llantos. Y todos se volvían reales, con precisión de reloj. A veces despertaba antes de que ocurrieran. A veces después. Pero siempre lo sabía. Lo sentía en el pecho, como un tambor que anunciaba algo invisible, pero inminente.

Una tarde, al salir del colegio, fue la primera vez que lo vi.

El cielo estaba cubierto de nubes grises, pero no llovía. El aire olía a tierra tibia, a hojas húmedas, a ese aroma dulce y antiguo que precede las lluvias de pueblo. Un viento suave, casi tímido, me acarició la nuca y me erizó la piel. Agitaba las hojas secas del patio escolar con un sonido leve, como de pasos arrastrados. Los niños salían corriendo con mochilas abiertas, con los zapatos sueltos y la voz alta. Risas y gritos llenaban el aire como si nada pudiera tocar ese momento.

Pero yo me detuve en seco al verlo.

Estaba ahí, justo junto a la reja oxidada de la escuela. Inmóvil. Color café, orejas caídas, pelaje apagado como si hubiera caminado por kilómetros de polvo y silencio. Tenía algo de viejo y algo de eterno. Pero lo que más me estremeció fueron sus ojos: grandes, redondos, profundamente humanos. No eran ojos de animal. No tenían hambre, ni susto, ni ansiedad. Solo… espera. Una espera serena, densa, como si me conociera desde antes de mí misma.

No ladró. No se acercó. No bajó la cabeza. Solo me miró.

Y en esa mirada había algo que me hizo olvidar todo lo demás. Sentí que el tiempo se partía en dos: el antes de ese encuentro… y el después.

¿Ese perro es tuyo? —me preguntó Yenny, mi compañera, masticando chicle mientras ajustaba una de las correas flojas de su mochila.

Negué con la cabeza, sin apartar la vista del animal.

No… pero siempre me mira así. Como si supiera algo.

—Entonces es tu guardián —rió ella—. Como un ángel peludo.

Sonreí, apenas. Pero no respondí. Porque, en el fondo, sabía que no era broma. Aquel perro no era un simple perro. Había algo más.

Caminé hacia mi casa con el pecho apretado y los sentidos alerta. Y fue entonces cuando lo sentí: sus pasos detrás de mí. Tres pasos exactos. Ni más, ni menos. No pisaba fuerte. No jadeaba. No olfateaba. Solo avanzaba como una sombra con vida. Silencioso como el crepúsculo. Y, sin embargo, el aire cambiaba cuando estaba cerca. Se volvía más fresco, más suave. Como si la tierra respirara distinto.

Cada vez que él aparecía, el mundo olía mejor. No a flores, ni a perfume, ni a comida… era otro tipo de aroma. Un olor que no sabía nombrar, pero que me envolvía como un recuerdo feliz: cálido, dulce, tranquilo. A veces me parecía que era el mismo olor que tenían los brazos de mi abuela cuando me abrazaba de niña.

Nunca le hablé. Nunca lo llamé. Y él tampoco pareció necesitar palabras.

Había algo en su presencia que no admitía el lenguaje. Como si lo nuestro fuera anterior a las palabras. Solo sus ojos...dorados, serenos, profundos, me decían todo. Me daban paz… y a la vez, una inquietud que se alojaba en la base del estómago.

Una tarde, mientras caminaba sola por una calle lateral, un hombre desconocido apareció en la acera opuesta. Usaba una gorra que le tapaba los ojos, caminaba lento, con las manos en los bolsillos. No parecía apurado. Pero había algo en su forma de moverse… una intención invisible que me heló la sangre.

Cuando me vio, cruzó la calle. No con violencia, pero sí con decisión. Como quien ya tomó una elección.

El perro, que venía detrás, se adelantó.

No corrió. No gruñó. No ladró.

Simplemente se colocó delante de mí. Se volvió una muralla viva. Sus músculos se tensaron. Su postura era firme, majestuosa. Los ojos —esos ojos— se fijaron en el hombre con una intensidad imposible.

El aire se volvió espeso. La luz pareció bajar. Todo se llenó de un silencio raro, espeso, como si alguien hubiese apagado el mundo.

El hombre se detuvo.

Titubeó. Retrocedió un paso. Luego otro.

Y sin decir nada, giró sobre sus talones y desapareció calle abajo.

El perro no se movió hasta que el peligro se fue. Y yo tampoco. Solo cuando sentí que podía volver a respirar, seguí caminando. Él regresó a su lugar, detrás de mí. Siempre tres pasos.

Cuando llegué a la esquina de mi calle, giré para buscarlo con la mirada.

Y ya no estaba.

Ni pasos.
Ni sombra.
Ni olor.
Nada.

Como si nunca hubiera estado ahí.

Pero al día siguiente… volvió.

Y al otro.

Y al otro.

Siempre junto a la reja de la escuela. Siempre en silencio. Siempre esperándome.

Y lo más extraño era que nadie más lo veía. Nadie hablaba de él. Nadie lo mencionaba. Era como si solo existiera para mí. Como si sus patas dejaran huellas en otro plano.

Una tarde, mientras me quitaba los zapatos en la sala, sentí la necesidad de romper el silencio.

Mamá… ¿viste al perro que siempre me acompaña?




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