Signos del otro mundo

Capítulo 5: El rosario que arde - parte 1

Cuando empecé a trabajar, creí que lo más difícil sería levantarme temprano o aprender a convivir con la rutina. Lo que no sabía era que el verdadero reto no vendría del reloj, ni de los informes, ni siquiera de las responsabilidades. Venía del ambiente. Del aire. De la energía que se filtraba entre los pasillos y que, sin saber cómo, parecía volverse más densa cuando cierta persona entraba en la sala.

Se llamaba Lizeth. Y desde el primer día, su sonrisa no me convenció.

No sabría explicar por qué. No era grosera conmigo, ni me hablaba mal. Pero había algo detrás de sus ojos —algo que se arrastraba como una sombra larga detrás de un cuerpo muy quieto— que me hacía apretar la mandíbula sin darme cuenta. Su presencia alteraba algo en mí. No era miedo. Era una especie de advertencia silenciosa, como esas noches en que uno siente que lo están mirando sin haber nadie en la habitación.

A los pocos días, comencé a notar pequeñas cosas. Detalles insignificantes para cualquiera, pero imposibles de ignorar para mí. Un rosario que llevaba en la cartera apareció partido en dos, sin explicación. Nadie más había abierto el cajón. Otro, que colgaba discretamente del espejo del baño, amaneció hecho nudos, como si manos invisibles lo hubieran torcido con rabia.

Y una tarde, cuando me lo colgué del cuello antes de salir, sentí el ardor.

Un calor abrasador me cruzó el pecho, como si las cuentas de madera se hubieran transformado en brasas vivas. Me lo quité de golpe, soltando un quejido. Tenía la piel marcada, enrojecida, como si algo sagrado me advirtiera que ese día no estaría sola… que algo, o alguien, me estaba observando con intenciones oscuras.

Corrí al baño, me miré en el espejo. Las marcas eran reales. No me lo estaba imaginando. Las lágrimas me picaban los ojos, no tanto por el dolor físico, sino por la certeza que se abría paso en mi pecho: aquello no era casual. No eran daños del tiempo, ni accidentes. Era un mensaje.

Ese día me persigné más veces que de costumbre. No recé por mí. Recé por no perder la claridad.

Lizeth me miró más de una vez en la jornada. Su sonrisa era la misma… pero sus ojos no. Había algo detrás de sus palabras amables, algo que se deslizaba como serpiente entre el saludo y la despedida. Yo sentía cómo la atmósfera se cargaba cuando ella estaba cerca. Los ventiladores chirriaban, como si les costara moverse. Las luces parecían temblar. Y mi cuerpo… reaccionaba. La piel se me erizaba. Las sienes latían. A veces, me dolía el estómago sin razón. Pero lo peor era la sensación de que algo intentaba entrar en mí. Un soplo frío detrás de la nuca, un peso en los hombros, un zumbido apenas audible que se colaba por los oídos.

Lizeth se acercó donde yo estaba. Su sonrisa era la misma de siempre: amplia, pulida, casi perfecta. Pero sus ojos… no eran suyos. Lo supe en cuanto se cruzaron con los míos. Había algo detrás, algo que me miraba como si me conociera desde antes, desde otro sitio… más oscuro.

La energía cambiaba cuando ella se acercaba. Las luces parpadeaban con una frecuencia errática. La piel se me erizaba como si miles de agujas invisibles la recorrieran. Las sienes me latían. Pero lo peor era esa presencia intangible, ese susurro que no se oía pero se sentía, como si algo… intentara meterse dentro de mí.

En el segundo descanso, se acercó con su termo de café.

—¡Buenos días, Mari! —me dijo en la entrada del salón, con su tono melodioso—. Qué bonita te ves hoy… aunque un poco pálida. ¿No dormiste bien?

—Dormí lo necesario —respondí con cautela, sintiendo cómo el aire se espesaba solo con su presencia—. Tal vez fue el calor.

Ella se inclinó hacia mí, como quien va a contar un secreto. Sentí el aliento tibio rozarme la mejilla, pero olía… distinto. No a perfume ni a sudor. Olía a metal. A tierra mojada y encierro.

—¿Sabes? —susurró con una sonrisita torcida—. Anoche soñé contigo.

Tragué saliva. Mi pecho se contrajo.

—¿Ah, sí? —pregunté, tratando de sonar tranquila.

El rosario que llevaba al cuello oculto bajo la blusa...ardía levemente, como si algo en su interior se activara con su presencia.

Estabas en un lugar oscuro. Muy oscuro. Gritabas… pero nadie te escuchaba. Tus manos estaban sucias, como si hubieras cavado con ellas. Y lo peor… es que tú reías. —Lizeth se inclinó hacia mí, y sus pupilas se dilataron más de lo normal—.Gritabas, pero nadie podía oírte. Y había algo… algo que te arrastraba por los pies. Pero tú no te resistías. No… tú reías como si el miedo te gustara.

Tragué saliva. La sensación de ahogo era real.

Qué sueño tan raro —alcancé a decir — aunque yo sabía mejor que nadie que los sueños a veces eran avisos.

Porque yo sí los recordaba. Siempre los había recordado. Desde niña. Y muchos, con el tiempo, se habían cumplido con una precisión aterradora. Algunas eran señales tenues. Otras, premoniciones tan vívidas que dolían al despertar. Los muertos me hablaban en ellos. Los peligros susurraban en símbolos. Y lo que se mostraba... casi siempre era advertencia.

Lizeth entrecerró los ojos.

Ah, claro… tú eres de las que sueña “cosas raras”, ¿no? Las que ven sombras, sienten corrientes… —sus ojos brillaron, pero no con luz—. Qué curioso… tú pareces de las que saben más de lo que dicen. Siempre cargas tus escapularios como si fueran escudos, tus oraciones y esas manías de andar en silencio.




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