Signos del otro mundo

Capítulo 6: El rosario que arde-parte 2

Desde aquella tarde en que el rosario me quemó el pecho, supe que lo invisible estaba dejando de esconderse. Las señales eran más frecuentes. Sueños con agua estancada, techos que goteaban sin lluvia, sombras que cruzaban la pared aun cuando no había nadie más en casa. Algo se había abierto. Y yo lo sentía como quien sabe que la tormenta no viene… porque ya está encima.

Lizeth empezó a cambiar.

No de golpe. No como en las películas. Fue algo más sutil, más escalofriante. Empezó por su voz: se volvió más ronca, más baja, como si hablara desde un pozo. Luego su piel: pálida en las mañanas, pero extrañamente gris al atardecer. Sus ojos dejaron de parpadear con frecuencia. Me miraba largo rato, sin expresión, como si quisiera abrirme en canal con la mirada.

Una vez, durante una reunión, sentí que alguien me respiraba en la nuca. Me giré rápido, pero solo estaba ella. Sentada. Inmóvil. Sonriéndome con una lentitud malsana. Yo no dije nada. Pero ese día, al llegar a casa, el rosario que llevaba en la cartera estaba vuelto ceniza dentro del forro.

Intenté ignorarlo. Seguí trabajando. Recé más fuerte. Me persigné cada vez que pasaba junto a ella. Pero todo empeoró.

Hasta que una mañana ocurrió.

Ese día llegué al trabajo vestida con una blusa blanca de manga larga, de esas que tenían detalles de encaje en los puños, y una falda azul marino hasta la rodilla. Llevaba el cabello recogido en una trenza baja y el rosario consagrado colgado del cuello, oculto bajo la tela. Lo había bendecido el domingo anterior, después de sentir que algo invisible rondaba demasiado cerca. Mis zapatos hacían eco en los corredores como si el edificio entero escuchara mis pasos.

La jornada comenzó con normalidad, o al menos con esa calma que precede a una tormenta. Sonrisas forzadas, saludos breves, el aroma del café recién colado flotando en el aire. Todo parecía cotidiano… hasta que ella entró.

Lizeth llevaba un vestido negro ajustado al cuerpo, más elegante de lo habitual para un lunes cualquiera. El escote en V era discreto, pero sus labios tenían un tono rojo oscuro que nunca antes le había visto usar. Sus tacones resonaban con ritmo firme, pero no era eso lo inquietante. Era su presencia. Su energía.

Cuando cruzó la puerta del salón, el aire se volvió más denso. El perfume floral que flotaba porque habían traído lirios y margaritas para la actividad grupal se volvió amargo, como si alguien hubiera quemado azúcar o como si una fruta podrida se hubiera abierto en algún rincón. Las flores se marchitaron ante nuestros ojos. Literalmente. Los pétalos cayeron como si un viento invisible los deshojara uno por uno.

Una compañera se desmayó de golpe, sin previo aviso. El golpe de su cuerpo contra el suelo retumbó como una campanada. Y yo… sentí que el suelo bajo mis pies vibraba. No como un temblor natural, sino como si el salón respirara por debajo.

Lizeth se quedó en medio del aula. Erguida. Con los brazos colgando a los costados, las manos relajadas pero extrañamente pesadas, como si no le pertenecieran del todo. Su cabello, perfectamente alisado, parecía más oscuro de lo habitual, como si la sombra hubiera descendido hasta en sus raíces.

Y entonces habló.

—¿Por qué lo sigues cargando? Ese objeto no te salvará.

Su voz no era la suya. Era más grave. Más pausada. Como si hablara desde una caverna que se abría dentro de su pecho. Todos nos quedamos en silencio. Nadie supo si era una broma de mal gusto, un ejercicio extraño… o algo peor.

Yo retrocedí un paso. El rosario, oculto bajo la blusa, empezó a arder. No era una sensación simbólica. Ardía. Como si alguien hubiera puesto brasas contra mi piel. Sentí cómo una gota de sudor bajaba por mi espalda, no de calor… sino de miedo.

Entonces, Lizeth se retorció. Su cuerpo, elegante y rígido, se dobló como si la hubieran jalado por dentro. Las manos crujieron con un sonido seco. El cuello giró en un ángulo imposible. Alguien gritó. Otra compañera empezó a llorar. Los ojos de Lizeth se oscurecieron. Completamente. No había pupilas. No había blanco. Solo un abismo en cada cuenca.

Él ya la marcó —dijo la voz—. No puedes esconderte más, niña de los sueños.

No grité. No podía. Mis piernas se movieron solas. Corrí directo al teléfono en la sala de coordinación, sintiendo el corazón como un tambor antiguo. Marqué con dedos temblorosos.

Padre Eusebio… por favor… venga. Es urgente.

Veinte minutos después, el sacerdote entraba al salón con paso firme. Su sotana negra, un poco ajada en el borde, flotaba tras él como si el aire mismo se apartara. Llevaba en una mano un pequeño maletín de cuero oscuro y en la otra su cruz de plata. El rostro curtido por los años no mostraba miedo, pero sí gravedad. Había hecho esto antes. Y sabía que el mal no siempre gritaba… a veces susurraba con perfume.

Lizeth estaba echada en el suelo, gimiendo. Las luces del salón parpadeaban como si una tormenta invisible acechara en el techo. El ambiente estaba helado, aunque el sol de mediodía ardía afuera como fuego sobre el asfalto. Yo me quedé en una esquina, abrazando mi propio cuerpo, temblando. Sentía el rosario latir contra mi pecho.

San Miguel Arcángel… defiéndenos en la batalla… —comenzó el padre, con la voz firme.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.