Dicen en el pueblo que hay personas que nacen con los ojos abiertos al revés. Que en vez de mirar hacia afuera, miran hacia adentro… y también hacia más allá. Que escuchan lo que otros no oyen, sueñan lo que no es suyo, y sienten escalofríos aunque el sol esté en lo alto. Lo dicen en voz baja, como si temieran despertar algo antiguo con solo nombrarlo. A mí me lo han dicho toda la vida. Que estoy marcada. Que nací con un pie en cada mundo. Que hay algo en mi mirada que no pertenece del todo a este lado.
Crecí entre murmullos y oraciones. Las mujeres del pueblo se persignaban cuando pasaba, y los niños me seguían con una mezcla de miedo y fascinación. “La que ve”, “la que presiente”, “la que habla con los que no están”… me han llamado de muchas formas. Yo nunca respondí a ninguna. Porque desde que tengo memoria, supe que hay cosas que no se explican, solo se aceptan. Cosas que llegan con la luna o en el temblor de una vela. Señales que aparecen en sueños, en el murmullo del viento, o en la mirada de un perro que nadie más ve.
Ahora vivimos en una casa hermosa que Santiago compró con esfuerzo y amor, cerca de la iglesia. Las tejas son color miel, las paredes encaladas huelen a flores recién cortadas y a pan recién horneado los domingos. A esta casa nos mudamos poco después de casarnos, y desde entonces, aquí rezo cada noche con el mismo rosario que me acompaña desde joven, aunque las cuentas a veces se rompan solas, o ardan un poco entre mis dedos.
La lámpara parpadea a veces cuando oro. El viento se cuela por rendijas que ya deberían estar selladas. Y se oyen pasos en el corredor, aunque sé que no hay nadie caminando. Pero no me detengo. Nunca lo he hecho. Aprendí que cuando uno se detiene, el miedo entra. Y yo ya no tengo miedo.
El perro café que me protegía cuando niña… todavía lo siento. A veces lo veo en sueños, otras en las esquinas de la memoria, acostado junto a la ventana, o esperando bajo la lluvia frente a la iglesia, como si estuviera cuidando la entrada del cielo. Algunos dicen haberlo visto todavía, viejo pero intacto, sentado como guardián donde nadie más debería estar. Los más viejos, los que estuvieron el día de mi boda con Santiago —aquel día en que el viento se volvió vendaval y hasta el demonio intentó intervenir—, aseguran que durante las noches de luna llena, el perro regresa. Que se acuesta al pie de mi cama, y cuando empiezo a rezar, se levanta, sacude el agua invisible de su pelaje y desaparece como humo de incienso.
Ya no cuento mis sueños. Ya no necesito palabras para lo que solo se comprende con el alma. He entendido que el don que un día recibí con miedo, con los años se convirtió en una forma de amar: a Dios, a la vida, a los que ya no están… y a los que vendrán. Lo invisible no siempre viene a asustar. A veces solo viene a acompañar, a recordarte que no estás sola. Que alguien vela contigo desde el otro lado.
A veces, cuando el pueblo duerme y el reloj del campanario marca las tres, se oye mi voz. Las vecinas lo han dicho. Que el aire huele a incienso y a rosas. Que si se asoman a mi ventana, me ven de rodillas, el rosario entre los dedos, la mirada perdida en algún lugar que solo yo conozco. Y es cierto. En esas horas donde el velo entre mundos se adelgaza, es cuando más firme se vuelve mi oración.
Santiago duerme a mi lado, tranquilo. Nunca pidió pruebas, solo amor. Él también ha visto cosas. Luces que se mueven solas. Sombras que no dan miedo. Pero ya no se asusta. Aprendió a orar conmigo. A levantar la cruz cuando algo quiere entrar. Lleva aún el rosario que le di cuando todo comenzó. Lo toca cada noche como quien roza una promesa. Él sabe que soy un puente entre lo visible y lo que no se ve. Y yo sé que su fe es la columna que me sostiene.
Pero no estamos solos.
Nuestros hijos, gemelos nacidos con la misma mirada antigua, han heredado el don. Desde pequeños, señalaban esquinas vacías y decían nombres que jamás escucharon. Dibujaban ángeles con alas torcidas y escribían palabras que yo solo había soñado. A veces lloraban sin razón… o reían mirando al cielo como si alguien les hablara desde allí. Yo no los oculté. Los guié. Les enseñé a no temerle al don, sino a respetarlo. A cuidarlo. A usarlo para proteger, para sanar, para orar con más fuerza que nunca.
Ahora somos cuatro.
Cuatro que rezan. Cuatro que no se doblegan. Cuatro que conocen el sabor del miedo pero también la dulzura de la fe. A veces, al pasar frente a mi casa, la gente ve una sola vela encendida y escucha cuatro voces orando al unísono. No entienden, pero se les eriza la piel. Porque hay algo en esa oración que no pertenece a este mundo… pero lo habita.
El viento sopla fuerte por las noches. Los grillos callan. Los perros ladran sin razón. Y se siente algo caminando despacio por la casa. No es sombra. No es miedo.
Soy yo.
Rezando al borde de los mundos.
Guardiana de lo que no se ve.
Luz entre las grietas del misterio.
Puente entre la vida… y lo demás.
Y a mi lado, Santiago.
El que no huyó.
El que creyó.
El que aún lleva el primer rosario que ardió por mí.
El que protege, ora, y ama.
Y mis hijos…
Los que un día también guiarán a otros entre las sombras.
Porque el don no se apaga.
Se hereda.
Se multiplica.
Y sigue brillando, mientras haya alguien que rece.