Aquel viernes parecía uno más. Las luces de la oficina parpadeaban como siempre al atardecer, como si se resistieran a apagarse del todo. El sol se descolgaba detrás del cerro, tiñendo de naranja y sombras las ventanas polvorientas del edificio. La mayoría se había marchado después de las cinco. Yo me ofrecí a quedarme. Teníamos que enviar unos informes pendientes y, la verdad, prefería el silencio del turno nocturno a las miradas curiosas del día.
Llevaba puesta mi blusa de lino celeste —ligeramente arrugada por la jornada—, una falda negra que me llegaba justo por encima de las rodillas y zapatos planos color vino. El cabello, rubio dorado como espigas de trigo, lo había recogido en una trenza suelta que me caía sobre el hombro izquierdo. A veces me decían que tenía "cara de novela", por esos rasgos finos, la piel clara como la leche y los ojos entre verde y miel que siempre parecían estar mirando un poco más allá de lo visible. Nunca me lo creí. Pero esa noche… me sentí distinta. Como si algo me estuviera observando desde que me senté frente al computador.
El ambiente era denso, a pesar del aire acondicionado. El olor a café viejo se mezclaba con algo más… algo que no sabía identificar al principio, pero que poco a poco se volvió más evidente: azufre. Como si alguien hubiera encendido un fósforo y lo hubiese dejado arder entre papeles húmedos.
La oficina, ubicada en el segundo piso de un edificio antiguo del centro del pueblo, tenía ventanales altos y escritorios de madera pesada. Las paredes estaban decoradas con diplomas enmarcados y carteles de campañas institucionales, ya descoloridos por el tiempo. Las sillas de ruedas crujían aunque nadie las moviera. Las teclas del teclado mecánico parecían más ruidosas que de costumbre. O tal vez era el silencio profundo que lo magnificaba todo.
Estaba sola. O eso creía.
Hasta que escuché una tecla que no había tocado sonar por sí sola.
Me congelé. Miré la pantalla. Una letra había aparecido. Solo una: “M”.
Me levanté lentamente. Me acerqué al pasillo que daba a la sala de reuniones. Nadie. Solo el parpadeo intermitente del fluorescente en la esquina, como un ojo enfermo. Volví a mi escritorio. El olor era más fuerte ahora. Un aroma sulfuroso, húmedo, como de tierra revuelta después de una tormenta… pero podrida.
—¿Hola? —dije, con voz baja, aunque no esperaba respuesta.
En ese momento, una de las sillas al fondo se movió sola, con un chirrido que me heló la espalda. Me llevé la mano al pecho. El rosario consagrado que llevaba en el bolsillo interior de la blusa ardió contra mi piel. Lo saqué con torpeza y lo apreté.
Fue entonces cuando escuché el susurro. No tenía palabras. Era como un lamento… como si alguien estuviera rezando al revés. Las luces parpadearon todas a la vez. El sistema eléctrico zumbó. Y el monitor de mi computador se apagó de golpe.
—¡No! —jadeé, temblando—. No esta vez…
Me arrodillé junto al escritorio. Cerré los ojos. Empecé a rezar. No con miedo, sino con fuerza. Con rabia. Como si ese rezo no fuera solo un escudo, sino un grito de resistencia.
—Dios te salve, María, llena eres de gracia…
Y de pronto, el golpe. Una carpeta voló desde la estantería. Cayó a mi lado con un estruendo seco. La ventana se abrió de golpe, a pesar de que no había viento. El aire se volvió helado, con olor a muerte. Las flores que tenía en mi escritorio —una ramita de azahar— se ennegrecieron al instante.
No grité. No huí.
Porque sentí algo más.
Una presencia diferente.
Una luz suave detrás de mí. Un calor que no era del mundo. Como si un sol diminuto me rozara la espalda. Giré el rostro. Santiago estaba en la puerta, apoyado en el marco, con el pecho agitado, la camisa negra abierta hasta el tercer botón, y el rostro pálido por la carrera. Su figura llenaba el umbral como si él mismo fuera un escudo contra todo lo que no podía verse. Alto, de espalda ancha, con los músculos marcados bajo la tela oscura, parecía más una aparición de otro mundo que un simple hombre.
Pero sus ojos… sus ojos eran lo más impactante. Oscuros, profundos, con ese brillo que no venía de la luz, sino de dentro. Un fuego contenido, una certeza silenciosa de que, si el infierno intentaba tocarme, tendría que pasar por él primero.
—¡María Angélica! —exclamó, corriendo hacia mí—. ¿Estás bien?
Asentí, sin poder hablar. Las lágrimas se mezclaban con el temblor, con el miedo que aún se agarraba a mis costillas. Santiago cruzó la oficina hecha ruinas sin mirar el caos. Solo me miraba a mí. Me levantó con ambas manos por los hombros, con firmeza y dulzura, como quien recoge algo sagrado.
—No sé por qué… pero sentí que debía volver. Algo me jaló. Como si… como si supiera que estabas en peligro.
Lo miré. Y fue entonces cuando entendí: él también lo sabía. También lo sentía. No era ajeno a ese mundo oculto.
La oficina estaba patas arriba: carpetas abiertas, papeles por el suelo, sillas volcadas, la pantalla del computador estallada. Pero en mi mano seguía el rosario, intacto, ardiendo como un pequeño sol contra mi palma.
—Gracias por venir —susurré, y mi voz sonó como si viniera de otro plano.