Signos del otro mundo

Capítulo 8: Apariciones entre vitrales y jazmines

Ese domingo el cielo amaneció limpio, sin una sola nube. El aire olía a mango maduro y pan recién horneado. Desde mi ventana podía oír la voz de doña Melania llamando a su hijo para que se peinara antes de ir a misa, mientras las campanas de la parroquia comenzaban a repicar lentas, como si llamaran no solo a los fieles, sino también a las almas errantes.

Me miré una vez más en el espejo antes de salir. El vestido de flores me acariciaba la piel con delicadeza. Era largo, de tela suave, con estampado de lirios en tonos lavanda, coral y salmón. Se ajustaba en la cintura con sutileza, y caía en una falda vaporosa que se movía al compás del viento. El escote era ligeramente descubierto, con hombros caídos y detalles fruncidos en la parte superior. No era atrevido, pero sí femenino. Sencillo, moderno, y elegante sin esfuerzo.

Me recogí el cabello solo con unas ondas suaves, dejándolo caer como cascada dorada sobre mis hombros. Unos aretes de perlas pequeñas y una cadena delgada con un dije de cruz completaban el conjunto. No necesitaba más.

Cuando bajé del cuarto, el corazón me latía más rápido que de costumbre. Tal vez era el vestido, o tal vez el presentimiento de que ese domingo no sería como los demás. Al llegar a la sala, lo vi.

Santiago estaba sentado en el mueble de madera clara, el de los cojines bordados por mi abuela. Conversaba con papá como si llevara años haciéndolo. Tenía una pierna cruzada, los brazos relajados, y esa sonrisa leve que no era de adorno, sino de respeto y confianza. Mi madre había sido quien le abrió la puerta temprano, y ahora iba y venía con una bandeja de jugo de tamarindo y panecillos, como si el muchacho fuera un sobrino más de la familia.

Ahí viene la reina de esta casa —dijo mi padre, alzando la ceja con picardía al verme entrar—. Ya casi nos lo echas a perder, María Angélica, de tanto hacerlo esperar.

Santiago se puso de pie de inmediato. Vestía una camiseta tipo polo azul oscuro que marcaba el contorno firme de sus hombros. El tono profundo contrastaba con su piel dorada por el sol, y su barba bien cuidada acentuaba la fuerza de su mandíbula. Llevaba jeans de mezclilla ajustados, un reloj de cuero y una pulsera sencilla de plata en la muñeca

Me miró como si no supiera si debía saludarme con un beso o quedarse quieto. Pero sus ojos me dijeron todo lo que su boca no alcanzaba. Me recorrían con ternura y asombro, como si nunca me hubiera visto realmente hasta ese instante.

Estás… preciosa, María —dijo con una voz baja y genuina que me hizo bajar la mirada y sonreír como una niña.

Yo sonreí con las mejillas encendidas, bajé la mirada y murmuré un gracias, bajito, como quien reza en misa. Me acerqué a mamá, le di un beso en la mejilla y ella, sin decir palabra, me puso una medallita en la palma de la mano. La cerró con delicadeza.

Llévala contigo, por si acaso —dijo—. Hoy tengo el corazón con cosquillas.

No pregunté por qué. A veces, las madres lo saben antes de que una misma lo sienta.

Papá le dio una última palmada a Santiago en el hombro.

Cuídala bien, hijo. No solo es bonita… es especial. Muy especial.

Santiago asintió con seriedad. Y cuando salimos de casa, tomados de la mano, sentí que algo nos acompañaba. No era solo el sol brillante ni el canto de los canarios en el alambre. Era otra cosa. Un murmullo en el aire. Una calma tensa. Como si los ojos del cielo se hubieran posado sobre nosotros.

Caminamos juntos hacia la iglesia. El empedrado viejo sonaba bajo nuestros pasos, y las ramas de los almendros nos cubrían con sombra y luz a la vez. El pueblo era todo murmullos, campanas y olor a tierra húmeda. Las viejitas nos miraban de reojo. Algunos niños nos saludaban como si ya supieran que algo importante estaba por pasar.

Al entrar al templo, el aire cambió. No era solo el fresco del espacio cerrado. Era ese tipo de aire que parece cargado de presencias. A lo lejos, el padre Eusebio nos saludó con un leve gesto. Nos sentamos en la tercera banca, juntos. Nuestros hombros apenas se rozaban. Pero cuando comenzó la misa, Santiago tomó mi mano.

No me sobresalté. No fue un gesto romántico, ni temeroso. Fue una súplica compartida. Un acto de resistencia contra lo invisible.

Durante la lectura del evangelio, algo se movió entre los vitrales. Una figura blanca, luminosa, como una mujer que caminaba entre bancos vacíos. Nadie más parecía verla, pero yo sentí cómo los dedos de Santiago se apretaban sobre los míos.

—¿La viste? —susurró apenas, sin girar el rostro.

—Sí —le respondí, sin soltar su mano—. Y no está sola.

Del otro lado del altar, una sombra se arrastraba por el suelo. Un anciano con túnica raída, los pies descalzos y una cruz invertida en la espalda. Iba en dirección contraria. Luz y oscuridad, cruzando el mismo templo. Nunca habíamos visto eso. Pero ninguno soltó al otro.

Cuando terminó la misa, salimos sin hablar. Nuestros ojos lo decían todo.

—¿Desayunamos? —me preguntó con una sonrisa tímida, como si no acabáramos de ver lo que vimos.

Asentí. Caminamos hasta un café sencillo que quedaba junto al río. El toldo era de lona verde y olía a café colado en olla. Nos sentamos junto a la ventana. Las mariposas revoloteaban entre las buganvilias del jardín. Pedimos chocolate caliente y arepas con queso.




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