Signos del otro mundo

Capítulo 9: Encuentro con el demonio

Aquel día salimos del trabajo más tarde de lo habitual. El cielo tenía un color extraño, entre naranja sucio y gris, como si el día se hubiera ido sin despedirse y la noche aún no quisiera llegar. Las calles estaban desiertas, demasiado para ser jueves. Ni un perro, ni una moto, ni el eco de una televisión encendida. Solo nuestros pasos sobre la acera caliente.

Santiago me llevaba de la mano. Su palma era cálida, firme, como si supiera que algo nos esperaba y no pensara soltarme por nada del mundo. Yo llevaba una blusa blanca de lino con botones de madera, un pantalón de algodón suave, y sandalias beige. Él iba con su habitual camisa azul oscuro, arremangada, y jeans. Se veía tan seguro, tan protector, que una parte de mí quiso pensar que todo estaría bien solo porque él estaba allí.

Pero el aire… el aire no mentía. Tenía ese olor metálico, denso, que anuncia cuando algo va a romperse. Como cuando una tormenta cae sin lluvia. O cuando la muerte pasa rozando una casa y no entra.

Fue en la esquina del parque donde lo vimos. Un niño, solo, de pie en medio de la calle. No tendría más de ocho años, con un pantaloncito corto, una camiseta rota y los pies descalzos sobre el asfalto. No se movía. No lloraba. Solo nos miraba.

—¿Lo ves? —pregunté, deteniéndome. —Sí —respondió Santiago, en voz baja—. Pero eso no es un niño.

Mi estómago se contrajo. El niño sonrió. Pero no era una sonrisa infantil. Era una grieta, una mueca torcida que parecía partirle la cara. Y entonces… comenzó a cambiar.

Sus ojos se hundieron, la piel se estiró hasta volverse casi transparente. Las uñas crecieron, negras, curvas como garras. El cuerpo se alargó de forma antinatural, como si una marioneta invisible lo estuviera estirando por dentro. La voz que salió de su garganta no tenía edad.

—¡Mentirosos! ¡Miserables! ¡No les pertenece su destino!

Yo retrocedí un paso, pero Santiago me sostuvo con fuerza. Sentí su respiración agitada, su pulso como tambor en mi muñeca.

Reza —me dijo.

Y comenzamos. Padre Nuestro, que estás en el cielo...

El demonio rugió. Las farolas empezaron a parpadear, una a una. La calle se oscureció y el suelo… el suelo comenzó a moverse. Serpientes, cientos, salían de las grietas del asfalto, arrastrándose con un siseo húmedo. Arañas enormes, de cuerpos brillantes, descendían de los cables eléctricos. Yo sentía que el corazón se me iba a escapar del pecho. El miedo era real. Me dolía. Me quemaba los ojos.

Pero seguimos.

Ave María, llena eres de gracia…

El demonio chilló como un cerdo degollado. Su piel humeaba. Y de pronto, como si supiera cuál era mi debilidad, adoptó otra forma. La forma de mi padre.

Hijita… —dijo, con esa voz que tantas veces me había despertado de niña—. Ven, mija. Ayúdame, estoy herido.

Mis ojos se llenaron de lágrimas. Di un paso. Solo uno. Pero Santiago me detuvo con fuerza.

—¡No! —gritó—. ¡No es él!

Yo sollozaba. Era igual. El mismo suéter marrón, el mismo lunar en la frente, la misma mirada cansada.

No lo mires —dijo él, poniéndose frente a mí—. Sigue rezando.

Y así lo hice. Cerré los ojos. El rosario ardía entre mis dedos, pero no lo solté. Las palabras salían como un canto desesperado, una súplica, una lanza invisible.

Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte…

El ser gritó una última vez. La calle tembló. Las farolas estallaron. El hedor a azufre se disipó en una ráfaga. Y todo quedó quieto. Otra vez.

Cuando abrí los ojos, no quedaba rastro. Ni del niño, ni de las serpientes, ni de las arañas. Solo Santiago, sudoroso, con la camisa pegada al pecho y la mirada clavada en el cielo.

Te juro —me dijo, con la voz quebrada y la frente aún perlada de sudor—, que no voy a dejar que te toquen.

Yo aún temblaba, con el rosario entre los dedos, aferrada a él como una tabla en medio del naufragio. Sus palabras me envolvieron, no como promesa, sino como un escudo invisible. No dije nada. Solo lo miré… y asentí. Porque esa noche, después de todo lo que habíamos visto, ya no necesitábamos explicaciones. Solo fe. Solo el uno al otro.

Cuando llegamos a casa, mi mamá no estaba. Pero la luz del corredor aún estaba encendida. Entramos en silencio, tomados de la mano. Santiago cerró la puerta con cuidado.

Pero antes de que cruzáramos la sala, la vecina del frente —doña Efigenia, la que siempre decía que yo tenía “mirada de sabedora”— nos vio desde su ventana entreabierta. Sus ojos se agrandaron como platos. Se tapó la boca y soltó una exclamación ahogada. Luego, como si instintivamente supiera que habíamos enfrentado algo que no era de este mundo, se persignó una, dos, tres veces. En silencio. Su rostro era una mezcla de susto y respeto. Nos observó un momento más… y luego cerró la cortina con suavidad.

Dentro de casa, Santiago me ayudó a sentarme. Me trajo agua. Me quitó las sandalias. Su camiseta seguía húmeda en la espalda. Tenía los ojos rojos de tanto llorar o rezar, no lo sé… pero nunca lo vi más hermoso. Porque había peleado por mí. No con armas. Sino con su fe.




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