Signos del otro mundo

Capítulo final: Y los cielos temblaron por nosotros

El día de nuestra boda amaneció tibio, con un cielo azul lavado por la madrugada. El pueblo entero parecía respirar distinto. Las campanas de la iglesia repicaban desde temprano, y las vecinas salían a barrer el frente de sus casas con una sonrisa cómplice. No era una boda cualquiera. Era la unión de dos almas marcadas. Dos que habían vencido sombras con la luz de la fe y la firmeza del amor.

Entré del brazo de mi padre. Sentía su brazo firme, cálido, como el roble viejo que resiste el viento. Caminábamos lento por el pasillo central, y cada paso parecía retumbar en mi pecho como si el corazón no cupiera más dentro de mí. Mis pies, envueltos en unas sandalias de satén, apenas rozaban el suelo.

Mi vestido, blanco como la espuma del río al amanecer, brillaba con destellos plateados que parecían bordados por estrellas. El corpiño ajustado, finamente trabajado con encaje y piedras diminutas, abrazaba mi figura con la delicadeza de un suspiro antiguo. La falda amplia caía en capas como cascadas de luz, y cada paso que daba dejaba un leve perfume de jazmín en el aire. Llevaba el cabello suelto en ondas doradas, recogido apenas en la corona con un velo largo.

Vi a Santiago frente al altar. Inmóvil. Hermoso. El saco negro de satén le ceñía los hombros anchos, y el moño perfectamente atado no lograba disimular el temblor de emoción en sus labios. Su chaleco oscuro y la rosa blanca en la solapa contrastaban con la fuerza contenida de sus manos. Pero, sus ojos… oh, sus ojos… me miraban como si yo fuera un milagro, como si fuera la respuesta a todas sus oraciones.

Cuando llegamos al altar, mi padre me soltó la mano con un nudo en la garganta. Sentí cómo sus dedos temblaban apenas, aunque quiso disimularlo. Me miró con los ojos brillantes, orgullosos, pero húmedos de nostalgia. La misma mirada que tenía cuando me enseñó a andar en bicicleta o cuando me llevó por primera vez a la escuela. Era la mirada de un padre que estaba soltando, pero sin dejar de amar.

Santiago me recibió con sus dos manos, firmes, cálidas, seguras. No dijo nada, pero su mirada me habló. Me dijo "estoy aquí". Me dijo "te vi en sueños". Me dijo "te elijo".

Entonces, mi padre dio un pequeño paso al frente, colocó su mano sobre el hombro de Santiago y, con voz profunda, cargada de emoción y respeto, le dijo:

Te entrego a mi hija, lo más valioso que he tenido en esta vida. Cuídala. Protégela. Ámala como ella merece… y ora con ella cuando el mundo oscurezca. No siempre podrás evitarle las tormentas, pero si estás a su lado, jamás se perderá.

Santiago asintió con solemnidad. No respondió con palabras, solo llevó mi mano a su pecho, sobre su corazón, y la sostuvo ahí. Yo cerré los ojos un segundo, y en ese instante supe que no estaba sola. Que nunca más lo estaría.

Mi padre retrocedió un paso. Y entonces comenzó la ceremonia.

Tomamos nuestras manos y comenzamos los votos. La voz del padre Eusebio era solemne, pero dulce, como quien ha visto la batalla entre la luz y las sombras y sigue creyendo en el amor.

Justo cuando Santiago dijo “prometo amarte, cuidarte y orar contigo todos los días de mi vida… hasta que el cielo me reclame”, un frío inexplicable recorrió mi espalda. Algo se coló por las ventanas. Los vitrales vibraron.

Un vendaval rompió la calma. Las velas parpadearon. La imagen de San Miguel chirrió en su pedestal. Los más sensibles se estremecieron. Y entonces todos lo sentimos, todos lo vimos.

Una sombra alargada, de ojos sin fondo, comenzó a deslizarse por la pared del fondo. No tenía forma humana ni animal. Era humo vivo, con dientes que no se veían pero se sentían. Un olor a tierra podrida, las flores se marchitaron al paso de esa negrura, y el viento se arremolinó dentro del templo como si una tormenta hubiera descendido directamente sobre nosotros.

Los niños lloraron. Una mujer gritó. Pero el padre Eusebio, sin dudar, alzó su crucifijo, roció agua bendita al aire y gritó con una fuerza que no era suya:

—¡Que toda oscuridad se retire de este lugar santo! ¡Por el poder del Altísimo y la bendición de este sacramento!

—¡En el nombre de Cristo, fuera! ¡Este lugar está consagrado!

Abrió su maletín. Sacó el hisopo y comenzó a rociar agua bendita mientras recitaba con fuerza:

Exorcizo te, omnis spiritus immunde… —La sombra se revolvió como si le quemaran— …in nomine Dei Patris, et Filii, et Spiritus Sancti…

El viento se volvió vendaval. Las puertas se azotaron. El cielo se nubló de golpe. Una ráfaga de hojas secas entró por las ventanas abiertas. El demonio chilló, aunque no tenía boca. Era un sonido que no era sonido. Era odio puro.

Santiago no soltó mi mano. Yo no parpadeé. Juntos cerramos los ojos. Rezamos. En voz baja. Como dos guerreros que saben que la fe es más fuerte que el miedo. Él me abrazó, con el rosario apretado entre nuestras manos.

No nos rendiremos —murmuró, mirándome con fuego en los ojos—. Ni ahora ni nunca.

Una ráfaga nos sacudió. Las bancas crujieron. Algunas ancianas se persignaron.

El padre Eusebio, empapado en sudor, alzó la cruz con ambas manos.

—¡Aquí no tienes poder! ¡Esta unión está sellada por el cielo!

Con un último grito, la sombra se alzó como una ola… y luego estalló en partículas de humo que se disiparon entre los vitrales. Las campanas repicaron solas. El cielo volvió a aclararse. Un rayo de luz atravesó el altar.




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