Quizás, si has tenido la suerte de nacer y crecer en la gran ciudad, jamás has tenido que preocuparte de los terrores ocultos que acechan en los campos. Y si de terrores hablamos, ninguno se encuentra anidado tan en el fondo del subconsciente de las personas del litoral como el Pombero.
Su nombre puede sonar raro, hasta gracioso, pero no se confundan, este ser ha atormentado a los habitantes de las provincias del norte argentino y Paraguay desde lejanas épocas, en las que todo el territorio era habitado por los pueblos indígenas. Incluso ellos, se cuidaban de no internarse solos en la espesura de los montes para evitar caer en sus hechizos.
Pero Mario Vargas, no ha tenido ese cuidado. Acaba de llegar desde la ciudad a pasar sus vacaciones en San Antonio, un pequeño páramo rural en las costas del Río Paraná. Con tan solo trece años y acostumbrado a las actividades de la ciudad, Mario pasaba sus tardes aburrido, mirando los sembradíos de yerba mate que se movían con las ocasionales ráfagas de viento. El calor extenuante lo abrumaba, su desesperación fue creciendo al pensar que allí no tenía amigos, solo tenía el sonido de esos estúpidos pájaros que cantaban alegremente sobre el roble, bajo cuya sombra se encontraba sentado.
–¡Estúpidos pájaros! –Gritó y tomando una gran piedra, se la arrojó a las aves que salieron volando despavoridas en todas direcciones.
–¡No Mario. No hagas eso! –Le reclamó su abuelo que lo miraba desde la ventana de la vieja casona de madera que era su hogar. –No puedes hacer eso aquí.
–¿Por qué no? Son solo aves.
–No por las aves hijo. Podrías hacer enojar al pombero.
–¿Que es esa patraña abuelo? ¿De verdad crees que me asustarás con esas historias tuyas?
–Te lo advierto Mario. El pombero es el protector del monte. Si llega a verte molestando a las aves, o vagando solo a la hora de la siesta, el vendrá a llevarte.
Mario lanzó una carcajada burlona y grosera. –El pombero no existe. No creo en esos cuentos de hada abuelo. Ya deberás saberlo. Esas cosas no existen.
–Mejor ten cuidado. El pombero no es un cuento de hadas, es un espíritu muy poderoso que habita estos campos mucho antes que nosotros. Quizás no te des cuenta, pero él siempre se encuentra observando. Si escuchas con atención escucharas su silbido a lo lejos, pero no te confundas, mientras más lejos se oiga, más cerca estará. Es una manera de confundirte.
–Dime una cosa abuelo. ¿Cómo es su aspecto?
–Nadie lo sabe. Alguno lo describen como un hombre pequeño, fortachón, con su cuerpo completamente cubierto de pelos. Algunos afirman que lleva un gran sombrero de paja y un bastón.
–Suena que es parecido a ti abuelo. –Volvió a burlarse el pequeño. –¿Tú lo has visto?
–No. Jamás lo he visto. Pero lo he oído. Varias noches, cuando volvía solo por los caminos he sentido sus pasos y oído sus silbidos siguiendo mi recorrido. Para no provocarlo le he dicho que no era mi intención molestarlo. Y en algunas ocasiones le he dejado en esta misma ventana una ofrenda de miel y tabaco, los cuales desaparecían por las mañanas. Por eso sé que él siempre anda por aquí. Nunca me ha hecho ningún mal, pero si alguien lo provoca puede ser muy peligroso. Hazme caso Mario, pórtate bien y no molestes a las aves. –Le advirtió el anciano, para luego irse a dormir la siesta como era su costumbre en las horas más calurosas.
–Lo que tú digas abuelo. –Le contestó el muchacho sin hacer el más mínimo caso a sus advertencias.
Intrigado por la historia de su abuelo y pensando en demostrarle que el pombero no existía, Mario comenzó a caminar por los sembradíos. El extenso campo, se extendía por varias hectáreas rodeadas a sus lados por la imponente selva misionera.
Cuando llegó al borde del terreno de su abuelo, Mario observó con detenimiento la espesura de los montes que se extendían más allá de la vista, interrumpida solo por el serpenteante recorrido del Rio Paraná. Ente la maraña de árboles, raíces colgantes, enredaderas y maleza, pudo observar un pequeño sendero apenas visible. –Es hora de explorar. –Dijo olvidándose completamente de las advertencias.
Al entrar por el estrecho camino, inmediatamente se maravilló por el imponente tamaño de los árboles, cuyas copas tapaban por completo la entrada de luz. El suelo cubierto de hojas secas escondía miles de insectos de todo tipo que se deslizaban cerca de sus pies. Enormes telarañas colgaban de las ramas donde desafortunadas criaturas caían bajo el veneno de las arañas. Todo era maravilloso. El calor y la humedad eran mucho más intensos allí, pero a Mario no le importaba, se encontraba sorprendido por toda esa peculiar belleza, aquel verdor que nunca había podido disfrutar en el gris concreto de la ciudad. Pero lo que más lo maravilló fueron los sonidos. El canto de cientos de clases de aves se entremezclaba con el sonido de los grillos y el crujir de las ramas. Sin darse cuenta, Mario se iba internando más y más en el interior de la selva. Mientras escuchaba los cantos de las aves un leve sonido, lejano, casi imperceptible se oyó. Un suave silbido que luego fue creciendo en potencia, cada vez parecía estar más y más cerca, hasta que pareció estar frente a él. El ser que lo emitía permanecía oculto por la maleza.
–Solo es otra estúpida ave. – Pensó para sí mismo y tomando una gran roca la arrojó entre los matorrales, pero esta vez, ningún ave emprendió el vuelo. Sorprendido, volvió a arrojar otra roca, está vez, el silbido sonó justo detrás de él y mil veces más potente. Tan potente que tuvo que taparse los oídos del dolor que le provocaba. Aterrado, se dio vuelta, pero no vio nada. El terror lo invadió al darse cuenta que se encontraba solo en medio de la selva. De pronto un fuerte golpe en la cabeza lo hace caer al suelo, la misma piedra que había arrojado le había vuelto y golpeado con fuerza.