Estaba parado a las afueras de la comisaría esperando a Román mientras veía la lluvia caer tempestuosa y me preguntaba cuántas veces más terminaría en la comisaría por culpa de este monstruo. Luego de ver tan horrible asesinato llamamos a la policía quienes acudieron de inmediato al sitio, como era de esperarse nos apresaron y trasladaron a la comisaría para testificar. El problema fue mayor cuando preguntaron la edad de Marco, Gabriel y Sam, que como sospechaba ninguno pasó los diecisiete y se vieron en la obligación de llamar a sus padres, los cuales no hace falta decir que se espantaron al contarles que se encontraban en la comisaría y casi se mueren al saber el por qué. Tenían cara de que no los dejarian salir el resto de sus vidas cuando fueron por ellos, pero ya se les pasaría, a fin de cuentas sus expedientes estaban intactos, como debía ser al no ser culpables de nada, no obstante, no podían salir del pueblo hasta que se hicieran las investigaciones, ninguno de nosotros en realidad. Estaba atrapado indefinidamente aquí, pero me daba igual, tampoco tenía pensado irme sin encontrar a Sofía.
La lluvia caía a grandes torrentes y no se veía con intenciones de parar pronto como si el cielo llorara desconsolado la muerte de aquel viejo solitario o así lo percibía yo. En medio de la niebla del camino aparecieron los faros amarillentos de "la pequeña roja" de Román, opacados por el fuerte aguacero, venía abriéndose paso por el inclemente camino encharcado. Tocó un par de bocinazos para llamar mi atención y aparcó frente al edificio. Abrió la puerta del copiloto desde dentro para que pudiese subir lo más rápido posible, cerré de un portazo cuando ya estuve dentro. Solo había estado un momento afuera y parecía como si me hubiese metido a la regadera con la ropa aún puesta, era inaudito.
— Vine lo más rápido que pude Yago, ¿Qué pasó?— inquirió preocupado el rubio mientras yo exprimía mi húmeda camisa con la esperanza de no pescar una gripe de esas que pareciese que te dejarán en cama el resto de tu vida. Solté un suspirón cuando terminé y lo miré inexpresivo.
— Nada de que preocuparse, ya testifiqué y les di todo lo que pidieron. No puedo salir del pueblo hasta que investiguen.— solté agotado recostándo la cabeza del asiento y cerrando los ojos tratando de olvidar lo ocurrido y centrarme en la lluvia.
— No me refiero a eso Yago, ¿qué pasó en Los Abetos?— aclaró en tono serio. Estrujé mi cara con una mano antes de responder sin ánimos hacerlo por supuesto.
— No hay nada que contar...— dije sin mirarlo — ...Estaba revisando el granero con los chicos y escuchamos un grito, cuando fuimos el viejo ya estaba muerto.— conté.
— ¿Así nada más?¿y no vieron a nadie? no sé, ¿o escucharon algo.?— interrogó el rubio con ansias de saber. Lo miré con algo de fastidio antes de responder.
— No, como ya te dije, solo el grito del viejo. Aunque tengo la ligera sospecha de quién fue el culpable.— dijé irguiéndome en el asiento— pero por ahora no puedo volver a Los Abetos a investigar, debe estar minado de policías inútiles. Tendré que buscar por otro lado.
— Eso tendrá que esperar Yago, ¿has visto el estado en el que te encuentras?, deberías decansar.—Sugirió arrancando la camioneta.
— Por hoy te haré caso, estoy que si me soplas me túmbas. — exhalé volviéndome a recostar del asiento, no escuché la respuesta de Román y en algún momento del viaje me quedé dormido, hipnotizado por el suave golpeteo de las gotas en el techo y las ventanas, parecían una suave melodía. No supe más de mi hasta que llegamos a la posada y Román apagó la camioneta. El rubio me despertó llamándome a murmullos para no ser brusco. Somnoliento, me erguí en el asiento y masajé mi rostro aún adormilado. Eché un vistazo por la ventana, nos encontrábamos frente a la posada, la lluvia ya había bajado su intensidad.
Miré hacia la puerta de la casa de donde salía luz. Eva miraba en nuestra dirección, apenas podía distinguir su silueta minimizada por el ressplandor a sus espaldas, tenía el rostro lleno de preocupación y se esforzaba por ver hacia dentro de la camioneta. Sentí en el fondo algo de verguenza, todos en la casa debían estar aguardándo impacientes nuestro regreso.
La pelirroja se encontraba aferrada a su chaqueta intentando amanzar el frío que la envolvía. Nos bajamos y fuimos corriendo hacia la entrada. Eva se apartó para que entrásemos y cerró la puerta. En mi cabello se escurrían un par de gotas que sequé con mi chaqueta cuando me la quité.
— ¡Gracias a Dios que ya llegaron, me tenían con el Cristo en la boca.! ¿Qué fue lo que pasó en Los Abeteos?¿Qué le dijeron en la comisaría señor Brender? — Habló rápidamente ella.
— ¡Deja de armar drama Eva, ya estamos aquí.!— replicó Román fastidiado. Su madre apareció un minuto después en la habitación también a recibirnos.
— Hijo, ¿Por qué se tardaron tanto? Ya me estaba preocupando.— inquirió recibiendo en sus manos la chaqueta del rubio.
— Perdón por preocuparte mamá, La tormenta empeoró a medio camino y la camioneta se me apagó, tuve que esperar un poco a que la lluvia se calmara y prácticamente venía manejando a ciegas.— explicó. Ella asintió y volvió a respirar con normalidad. La señora de blanca cabellera se acercó hasta mi.
— Yago, ¿Qué pasó hijo, por qué te llevaron a la comisaría?¿Estás bien? — inquirió la afable señora llena de preocupación examinándome.
—Tranquila doña Luisiana, estoy bien, me pidieron testificar y no puedo salir del pueblo hasta que terminen las investigaciones, eso fue todo.— comenté soltando un suspiro.