No es no y tienen que entenderlo.
Llevábamos meses saliendo y, como toda pareja, teníamos momentos calientes. Pero Fernando cada vez me presionaba más con llegar más lejos y, cuando yo no quería, él decía que no lo amaba y se aferraba a muchas de mis inseguridades para así manipularme y hacerme sentir mal.
Una noche estábamos en su apartamento y él insistía en hacer algo más que sólo besos. Me negué y entonces vino el primer golpe, el segundo y así sucesivamente hasta que perdí la cuenta. Y, como si no fuera suficiente, con cada golpe que me daba, venía un nuevo insulto.
—Vamos, yo sé que quieres —pasó sus asquerosos labios sobre mi cuello.
—No, por favor para esto. Me haces sentir incómoda.
—No seas una santa, Sam. Sé que te gusta. Esto les encanta a las putas como vos —dijo, mientras sus manos subían y bajaban por mis muslos.
—Fernando, para. Te lo ruego —sentí miedo.
—Entiéndelo. Tú eres sólo mía y serás mía cuando yo te desee. Y ahora te deseo más que nunca —Sus asquerosos dedos intentaron desabotonar mi blusa y sus labios estaban cada vez más cerca de mis senos.
—¡Para! —grité—. ¡Me estás lastimando!
—¡Cállate, perra! —me dio una cachetada y mi mejilla ardió—. Sólo así haces caso, Sam. Yo sé que esto te excita.
Los golpes seguían y mi dolor parecía gustarle. De seguro le era excitante escuchar mis gemidos causados por sus golpes. Lo noté en su mirada y en las nalgadas que me pegaba.
Saqué fuerzas de lo más profundo de mi corazón y agarré la lámpara que estaba a un lado del sofá, tomé impulso y la estrellé contra la cabeza de Fernando.
—¡Eres una maldita! ¿¡Me escuchas, Samantha!? —lo oí claramente, pero ya había escapado. Mis piernas no dejaron de correr, lo hice hasta llegar a la casa de uno de mis ángeles; Mel.
Lo primero que hizo, al verme con la ropa desbaratada, los ojos hinchados y cansada de tanto correr, fue abrazarme. Entonces no lo soporté más y me desmayé.