El sonido era apenas un susurro, pero para Michelle era ensordecedor.
El goteo de la llave mal cerrada en la cocina marcaba el compás de su insomnio. Cada gota parecía caer directamente sobre su pecho, perforando la coraza que había aprendido a llevar desde aquel día. Había resuelto docenas de casos imposibles, había desmantelado redes de tráfico humano, había enfrentado la oscuridad de los hombres y la había vencido una y otra vez. Pero aquella bala, esa pequeña fracción de plomo alojada en el peor lugar posible, le había arrebatado lo único que no podía recuperar: la posibilidad de ser madre.
Lucien decía que ella era suficiente. Que no necesitaba traer una vida al mundo para ser completa. Que él la amaba así, entera en sus cicatrices, perfecta en su imperfección. Y en las noches como esa, donde el vacío la devoraba desde dentro, él estaba ahí, simplemente respirando a su lado, acunando su dolor como si fuera suyo.
—Ven aquí, amor mío —dijo su voz, grave, tibia, desde el umbral de la puerta.
Michelle no necesitó girarse para saber que sonreía de esa manera suya, con ternura desbordante, como si nada en el mundo pudiera romperlo. Como si su entereza fuera un regalo reservado solo para ella. Él se acercó despacio, descalzo, con ese paso silencioso que siempre la había desconcertado, y la envolvió en sus brazos por la espalda.
—No estás rota, Michelle. Solo estás cansada de pelear.
Ella quiso creerle. Se obligó a hacerlo. Pero el eco de esa sala de hospital seguía vivo en su memoria. "No podrá tener hijos", había dicho el médico con la voz neutra de quien comunica la muerte de un sueño como si fuera una estadística. Y desde entonces, cada caso que involucraba niños era un puñal que no terminaba de enterrarse.
—Lucien… si supieras lo que daría por cambiar todo esto —susurró, cerrando los ojos con fuerza.
—Lo sé, Michelle. Y si existiera un infierno donde pudiera comprar ese deseo para ti, lo recorrería sin dudarlo.
No era poesía. Lucien no era un hombre de metáforas. Cuando decía algo, lo decía con la absoluta certeza de quien sería capaz de incendiar el mundo por la persona que amaba. Y eso era lo que más le dolía a Michelle: saber que él haría cualquier cosa por ella… salvo devolverle lo que había perdido.
El teléfono vibró sobre la mesa. Ella se tensó al instante. Lucien no se movió, pero su abrazo se hizo más firme, como si ya supiera lo que traería esa llamada.
—D'Arlan, aquí Ramírez. Tenemos otro caso. Madre e hijo, escena doble. Barrio Norte. —La voz al otro lado era monótona, pero Michelle captó la tensión debajo—. No hay cámaras. No hay testigos. Es igual a los anteriores.
Lucien no dijo nada mientras ella colgaba. Simplemente apoyó la frente en su nuca y respiró hondo.
—Voy contigo —dijo.
Michelle negó con suavidad.
—No es necesario. Quédate aquí, descansa.
Pero él ya había tomado su abrigo.
El frío de la madrugada mordía la piel como una advertencia. La escena del crimen estaba acordonada, luces intermitentes teñían las fachadas de rojo y azul, pero en aquella calle parecía que el tiempo se hubiera detenido.
Michelle cruzó la cinta amarilla con la autoridad de quien ya no necesitaba credenciales. Los rostros de los oficiales se apartaban a su paso, como si la gravedad misma la acompañara.
Los cuerpos yacían en la sala de un pequeño departamento. La mujer, de unos treinta, estaba recostada en el sofá, con los ojos abiertos y la expresión congelada en un rictus de terror. El niño, no mayor de cinco años, estaba a su lado, abrazado a ella, como si en su último instante hubiera buscado refugio en los brazos de su madre.
No había sangre desbordante, no había signos de lucha. Solo aquella calma artificial que a Michelle siempre le helaba los huesos.
—Asfixia mecánica —anunció el forense—. Precisa. Sin ensañamiento. Ni una marca de más.
Michelle asintió, observando cada detalle como si pudiera reconstruir la escena en su mente. Pero había algo que la descolocaba, una ausencia imperceptible: la falta de error. Aquel asesino no dejaba cabos sueltos, no improvisaba. Y sin embargo, elegía víctimas con un patrón claro: madres jóvenes, niños pequeños.
La herida en su pecho palpitó. No física, sino en esa región donde la esperanza se había marchitado años atrás.
Lucien estaba a su lado, en silencio. Nadie cuestionó su presencia. Era conocido como "el ángel de Michelle", su sombra protectora, el esposo devoto que siempre estaba ahí para sostenerla. Y ella se aferraba a esa imagen como a un ancla.
—Dime que vamos a atraparlo —susurró, más para sí misma que para él.
Lucien la miró. Y sonrió.
—Lo haremos, amor. Lo prometo.
Horas después, de vuelta en casa, la normalidad era un disfraz mal cosido. Michelle se hundió en el sofá, exhausta, mientras Lucien preparaba té en la cocina, como hacía cada vez que la realidad se volvía insoportable.
—¿Sabes? —dijo él, sirviendo las tazas con esa precisión casi quirúrgica—. A veces pienso en cómo habría sido nuestra vida si las cosas hubieran sido distintas. Si aquel día no hubieras estado en ese lugar. Si ese disparo nunca hubiera existido.
Michelle lo observó en silencio.
—Tal vez estaríamos en este mismo sofá —continuó él, con una sonrisa melancólica—. Pero tendrías a un pequeño en tu regazo, y yo estaría a tu lado, leyéndole cuentos. Serías la madre increíble que siempre debiste ser.
Las lágrimas se agolparon en los ojos de Michelle. Porque Lucien no mentía. Él realmente la veía así: como la madre que el destino le había robado.
—Pero incluso así, Michelle, incluso con todo lo que no fue… tú eres mi hogar. No necesito nada más.
Se inclinó hacia ella, tomando su rostro entre las manos, y la besó con una ternura que dolía. Michelle sintió, en ese instante, que la vida le había dado un consuelo en la forma de aquel hombre. Que tal vez, no todo estaba perdido.