Silencio Mortal

Capítulo 2: El abrazo más cálido, el caso más frío

La mañana llegó sin permiso.

El sol, tímido tras un velo de nubes, apenas rozaba las ventanas cuando Michelle abrió los ojos. No recordaba en qué momento se había quedado dormida, solo que la sensación de Lucien acariciándole el cabello fue lo último que percibió antes de sucumbir al cansancio. Ahora, envuelta en la tibieza engañosa de su hogar, la crudeza del caso regresaba con la precisión de una cuchilla: otra madre muerta, otro niño sin futuro. Otra herida para su colección.

Lucien estaba en la cocina, como siempre, preparando el desayuno con esa serenidad que a veces parecía inquebrantable. Los huevos chisporroteaban en la sartén, el aroma del café llenaba el aire, y su silbido bajo acompañaba la rutina como si el mundo fuera ajeno a la sangre derramada la noche anterior.

—Buenos días, detective D'Arlan —saludó con una sonrisa que desarmaba defensas.

Michelle esbozó una mueca que pretendía ser una sonrisa. Se acercó a él, rodeándolo por la cintura, y apoyó la frente en su espalda.

—Buenos días, amor.

Lucien se giró, atrapándola en un abrazo firme, seguro, como si con solo ese gesto pudiera protegerla de todo. Ella se aferró a su calor, dejándose envolver, permitiéndose —por unos segundos— olvidar que afuera había un monstruo suelto.

—He estado pensando —dijo él, con suavidad—. Deberías dejar que te acompañe hoy. No solo para cuidarte, sino para ayudarte a pensar en ángulos distintos. Sabes que soy bueno observando lo que los demás pasan por alto.

Michelle lo miró, con esa mezcla de amor y escepticismo que solo se tiene con aquellos que conocen tus grietas.

—No me hace gracia arrastrarte a escenas de crimen, Lucien.

—No me arrastras. Voy porque quiero. Porque si el mundo va a seguir lanzándote a la oscuridad, yo seré tu luz, Michelle.

Era fácil rendirse ante palabras así. Lucien tenía ese don: hacer que lo inevitable pareciera una elección. Y en el fondo, ella necesitaba desesperadamente una constante, algo que no la dejara hundirse en la rutina de la muerte.

—Está bien. Pero mantente al margen, ¿de acuerdo?

Lucien asintió, aunque sus ojos dijeron otra cosa.

La escena siguiente era un déjà vu perverso.

Otro departamento. Otra sala en penumbra. Otro cuerpo femenino sin vida. Esta vez, sin niño a la vista, pero con detalles que solo Michelle supo leer: la foto de un hijo en la repisa, los juguetes ordenados en una esquina. El mensaje era claro. El asesino no había fallado, simplemente había elegido cuándo y cómo.

—El modus operandi es idéntico —confirmó Ramírez, revisando su libreta—. Entrada limpia, sin forzar cerraduras. La mujer no luchó. Otra vez, asfixia sin marcas innecesarias.

Lucien observaba en silencio, su mirada deslizándose por cada rincón, como si analizara una obra de arte retorcida. Nadie lo cuestionaba. Era el esposo de la detective estrella, un observador más. Solo Michelle notaba el leve fruncir de su ceño, el modo en que sus dedos tamborileaban en su muslo, como si siguiera un ritmo interno.

—Este tipo no improvisa —murmuró Michelle, más para sí misma que para los demás—. Cada víctima es un espejo. Está diciendo algo. Nos está mirando a través de ellas.

Lucien ladeó la cabeza.

—¿Y qué ves tú cuando te miras en ese espejo, amor?

La pregunta era inocente en la superficie, pero algo en su tono hizo que Michelle alzara la vista. Lucien sostenía su mirada con intensidad, como si buscara algo en el fondo de sus pupilas. Ella apartó la vista, incómoda.

—Veo a un cobarde —respondió al fin—. Alguien que solo sabe atacar donde más duele.

Lucien sonrió, pero su sonrisa no llegó a sus ojos.

De regreso en la comisaría, los rostros eran un mosaico de agotamiento y frustración. El asesino parecía siempre un paso adelante, como si jugara una partida de ajedrez en la que ellos solo movían peones. Michelle desplegó las fotos en la pizarra: las víctimas, las escenas, los patrones.

—Todas madres recientes o con hijos pequeños —dijo en voz alta—. Ningún vínculo directo entre ellas. Diferentes barrios, diferentes contextos. Pero hay un hilo invisible, y voy a encontrarlo.

Lucien permanecía sentado en una esquina, observándola con un orgullo inquebrantable. Para los demás, era el esposo ideal, el apoyo perfecto. Para Michelle, en ese momento, era el único rostro entre tantos que no la miraba con desesperanza.

—Quizá deberías mirar más allá de los lazos evidentes —sugirió él, en tono casual—. A veces, los verdaderos nexos son los más sutiles. Gente que compartió espacios, pero no relaciones. Vecinos, proveedores, contactos laborales.

Michelle asintió, agradeciendo la perspectiva. No era raro que Lucien le ayudara a ver ángulos nuevos. De hecho, muchas veces había resuelto casos gracias a sus observaciones externas.

—Tienes razón. Necesito revisar los registros de actividades de cada víctima. Ver si coincidieron en lugares, eventos, incluso por casualidad.

Ramírez asintió y comenzó a hacer llamadas. Michelle se quedó absorta en su tablero, recomponiendo las piezas de un rompecabezas que parecía diseñado para no ser resuelto.

Lucien se levantó, acercándose a ella con paso lento.

—Recuerda, Michelle —susurró, solo para ella—. No es tu culpa. Algunos males existen mucho antes de que podamos verlos.

Ella le tomó la mano, agradecida por su presencia. En su interior, una voz le decía que debía seguir empujando, seguir buscando. Pero en otra región más profunda, esa donde el amor y la necesidad se entrelazaban, solo sentía alivio de tenerlo allí.

Esa noche, de vuelta en casa, la rutina se transformó en un bálsamo. La cena fue simple, pero deliciosa. Lucien cocinaba como quien compone una sinfonía: cada ingrediente en su lugar, cada gesto cargado de intención.

—Hoy te ves hermosa, incluso con el peso del día sobre los hombros —dijo él, dejando un beso en su mejilla.

Michelle sonrió, por primera vez en días. Era fácil amar a Lucien. Su presencia suavizaba los bordes afilados de su vida. Pero bajo esa ternura, muy en el fondo, algo se removía. Una sombra que aún no lograba identificar.




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