Había mañanas que sabían a derrota incluso antes de abrir los ojos.
Michelle despertó con la pesadez de un cuerpo que no había descansado realmente. Afuera, la ciudad ya bullía con su rutina de bocinas y pasos apresurados, pero en el interior de su departamento, el tiempo parecía avanzar a otro ritmo. Un compás lento, como el eco de un reloj descompuesto que se negaba a olvidar las horas marcadas por la tragedia.
Lucien no estaba a su lado.
Eso era extraño.
Él siempre la despertaba con algún gesto: una caricia en el cabello, un beso en la nuca, una taza de café con su dulzura exacta. Ese era su ritual. Su manera de recordarle que, pese a la crudeza del mundo exterior, allí dentro ella seguía siendo Michelle, la mujer amada, no solo la detective agotada.
La ausencia era un vacío palpable.
Al incorporarse, lo encontró en la sala, de espaldas, observando las fotografías del caso dispuestas en la pizarra portátil que ella solía revisar por las noches. La silueta de Lucien era un estudio en control: las manos cruzadas tras la espalda, la mandíbula tensa, la respiración medida. Durante un instante, Michelle lo vio como un extraño, una figura ajena sumida en pensamientos a los que no tenía acceso.
—Buenos días —saludó ella, rompiendo la distancia.
Lucien se giró con esa sonrisa que parecía programada para desarmarla.
—Buenos días, mi amor. Estabas tan hermosa durmiendo que no quise despertarte.
Ella se acercó despacio, buscando en su rostro algún rastro de inquietud, pero solo encontró la calma habitual.
—¿Qué hacías tan temprano? —preguntó, intentando que su tono sonara casual.
—Pensaba en ti. Y en esto —señaló las fotografías—. En cómo cada una de estas mujeres podría haber sido tú.
El nudo en el estómago de Michelle se hizo más apretado.
—No digas eso.
—¿Por qué no? No es un pensamiento mórbido, es la realidad. Ellas eran como tú: mujeres valientes, madres que luchaban por su lugar en el mundo. Solo que tú… tú no tuviste la oportunidad de ser madre.
Lucien hablaba con una ternura devastadora. Y Michelle, aún sabiendo que cada palabra era un bisturí que hurgaba en su herida, no podía apartar la mirada.
—Pero eso no te hace menos. Al contrario, te hace más fuerte. Sigues protegiendo a los tuyos, Michelle. A todas esas mujeres, a esos niños… aunque no los conozcas.
El abrazo que le ofreció fue tan natural que ella se dejó envolver, hundiendo el rostro en su pecho. Allí, en la seguridad de su tacto, la culpa y la tristeza se diluían, aunque fuera por un instante.
—Hoy hablaré con los familiares de las víctimas. Necesito entenderlas más allá de los expedientes.
Lucien asintió, acariciándole la espalda con lentitud.
—Y yo estaré contigo. Siempre.
La visita a los familiares de las víctimas era un acto de violencia silenciosa. Cada entrevista era un recordatorio de lo que Michelle había perdido y, al mismo tiempo, de lo que debía proteger. Las madres asesinadas no eran solo cifras en un informe; eran hijas, hermanas, esposas. Eran lo que ella podría haber sido.
La primera parada fue en un modesto departamento del barrio oeste. Allí la recibió la madre de la segunda víctima: una mujer mayor, de ojos grises y voz quebrada, que la miró como si ella fuera la última esperanza de justicia.
—Mi hija era buena, detective. No merecía esto. Su hijo… era apenas un niño. ¿Por qué alguien haría algo así?
Michelle no tenía respuestas. Solo preguntas que se multiplicaban sin cesar.
—Lo atraparemos, señora. Se lo prometo.
Lucien permanecía al margen, pero sus ojos no dejaban de observar cada gesto, cada inflexión de voz. Era el esposo perfecto en escena, el apoyo incondicional. Nadie habría sospechado que, tras esa fachada impecable, se escondía el verdadero rostro del cazador.
—¿Notó algo extraño en los días previos? ¿Personas que la siguieran? ¿Llamadas sospechosas?
La mujer negó con la cabeza, perdida en su dolor.
—Solo dijo que había un hombre amable en el parque, alguien que le ofreció ayuda con las bolsas. Pensé que era un gesto cortés. Nunca imaginé…
Michelle anotó cada detalle. El parque, las bolsas, la amabilidad. Un patrón sutil que se repetía. El asesino se acercaba como un salvador, un ángel disfrazado.
—Gracias, señora. No descansaremos hasta encontrarlo.
Al salir, Michelle se detuvo unos segundos en el umbral, respirando hondo. La angustia se le anudaba en la garganta, pero Lucien fue su ancla.
—Cada palabra que dices me recuerda por qué te amo —susurró él, rozándole la mejilla con los labios—. Tu compasión es lo que te hace diferente, Michelle. No dejes que te la arrebaten.
Ella lo abrazó con fuerza, como si temiera desmoronarse.
La siguiente entrevista fue aún más devastadora.
La hermana de la tercera víctima relató cómo su sobrina de cuatro años preguntaba cada noche por su mamá, sin entender la ausencia. Michelle sintió que el suelo se abría bajo sus pies. La impotencia era un veneno que recorría sus venas.
Lucien, siempre presente, siempre atento, la sostuvo sin palabras. Y ella se aferró a él, agradecida por esa presencia que le permitía seguir respirando.
—¿Cómo logras mantenerte en pie, Lucien? —preguntó esa noche, de regreso en casa—. Yo siento que me rompo un poco más con cada caso.
Él la miró con una ternura casi insoportable.
—Porque te tengo a ti. Y porque mi misión es ser el escudo que detenga las balas que el mundo te lanza. Ya lo hice una vez. Lo haría mil más.
Michelle bajó la mirada, sabiendo que se refería al disparo que la había dejado estéril. La bala que había cambiado su destino. La bala que, en su mente, seguía resonando con cada latido.
—A veces me pregunto si soy suficiente para ti —confesó—. Si no mereces una vida más sencilla. Una mujer sin tanto equipaje emocional.
Lucien tomó su rostro entre las manos, obligándola a mirarlo.