Silencio Mortal

Capítulo 5: El enemigo entre nosotros

El sonido de la lluvia golpeando los ventanales era el preludio de un día que se anunciaría gris en todos los sentidos.

Michelle estaba en la sala, con las piernas recogidas sobre el sofá, sosteniendo una taza de café frío que llevaba más de media hora olvidada entre sus dedos. Sus ojos repasaban, una y otra vez, las fotografías de las víctimas, como si con solo mirar pudiera reconstruir los últimos segundos de sus vidas.

Algo no encajaba.

Había demasiada limpieza en cada escena, demasiada precisión en cada movimiento. Como si el asesino supiera exactamente cómo burlar cada uno de los procedimientos policiales, cada protocolo, cada mirada inquisitiva.

Como si jugara con ellos.

—Estás tensa —dijo Lucien desde la cocina, observándola con esa mezcla de devoción y preocupación que se le había vuelto habitual—. Más de lo habitual, quiero decir.

Michelle no respondió de inmediato. Sabía que su obsesión estaba empezando a desbordarse. Que incluso Lucien, con su paciencia infinita, estaba percibiendo las grietas que se abrían bajo su fachada de control.

—Hay algo que no estamos viendo —murmuró al fin—. Y eso me está matando.

Lucien se acercó, dejando a un lado la taza humeante que le ofrecía, y se sentó junto a ella.

—Tal vez estás demasiado dentro para ver el cuadro completo. A veces, tomar distancia es la mejor forma de enfocar.

—No puedo permitirme distancia. No cuando hay vidas en juego.

Lucien tomó su mano entre las suyas, apretándola con la firmeza de quien pretende sostener más que piel y hueso.

—Entonces déjame ser tus ojos desde fuera, Michelle. Déjame ayudarte a ver lo que se te escapa.

Ella lo miró, y durante un segundo se permitió creer que tal vez, solo tal vez, su cercanía era la tabla de salvación que necesitaba.

—Está bien —cedió—. Pero prométeme que si en algún momento sientes que esto es demasiado, te apartarás.

Lucien sonrió con esa calma letal que ella aún no sabía descifrar.

—Michelle, amor mío… yo no me aparto. Nunca.

La comisaría era un hervidero de frustración. Las paredes parecían absorber el cansancio de los oficiales, la impotencia de cada pista que terminaba en un callejón sin salida.

Michelle desplegó los informes sobre la mesa de reuniones. Lucien, como observador externo —al menos en apariencia— se mantuvo en un rincón, anotando detalles en un cuaderno de tapas negras. Nadie cuestionaba su presencia. Era “el esposo de la detective D'Arlan”, su sombra inseparable. Un testigo silencioso.

Ramírez repasaba la cronología de los crímenes con tono monótono.

—Todas las víctimas fueron atacadas en sus propias casas. Sin signos de entrada forzada. Sin señales de lucha. Es como si las conociera, como si supiera cómo moverse sin ser detectado.

Michelle cerró los ojos, respirando hondo.

—O como si supiera exactamente cómo pensamos nosotros —dijo, más para sí misma que para el resto.

Lucien alzó una ceja.

—¿Sugieres que el asesino podría tener formación en técnicas policiales?

—Sugiero que nos está anticipando. Que sabe dónde mirar y, sobre todo, dónde no mirar.

La sala cayó en un silencio denso.

Y en ese momento, por primera vez, la sombra de la duda cruzó la mente de Michelle: ¿y si la filtración no venía de fuera? ¿Y si alguien dentro del propio círculo de confianza estaba ayudando, consciente o no, a ese monstruo a seguir su danza macabra?

—Necesito revisar los registros de accesos a los informes —anunció con voz firme—. Quiero saber quién ha tenido contacto con los datos de las víctimas. Cada nombre. Cada acceso.

Ramírez asintió, pero el ambiente se tensó.

Lucien, en su rincón, esbozó una sonrisa apenas perceptible.

—Cazando al topo —comentó en voz baja, pero lo suficientemente alto para ser escuchado.

Michelle lo miró.

—Cazando al enemigo entre nosotros —corrigió.

Esa tarde, el listado de accesos se desplegó ante sus ojos como un mapa de traiciones potenciales. Era exhaustivo, pero insuficiente. Cualquier persona con los conocimientos adecuados podría haber accedido sin dejar rastro. Sin embargo, había un patrón que no podía ignorar: la sincronización.

Cada vez que la investigación daba un paso hacia adelante, el asesino se adelantaba, limpiando sus huellas antes de que pudieran alcanzarlo. Como si supiera exactamente cuándo actuar.

Michelle apoyó la frente en las manos, exhalando un suspiro cargado de agotamiento y rabia contenida.

Lucien se acercó en silencio, dejando caer una carpeta junto a ella.

—Revisé los registros de tráfico en la red local —dijo—. Encontré algo curioso.

Michelle lo miró con atención. En la carpeta, un listado de conexiones remotas, accesos fuera del horario habitual, pequeñas anomalías que podrían ser triviales… o la clave que necesitaba.

—¿Cómo conseguiste esto?

—Trabajo en sistemas, ¿recuerdas? —respondió él con una sonrisa ladeada—. Lo que para otros es un laberinto, para mí es solo un juego de lógica.

Ella lo abrazó, agradecida. Una parte de ella se preguntaba cómo habría avanzado sin él. Otra parte… una que comenzaba a despertar lentamente, se cuestionaba cuándo había cruzado la línea entre la ayuda y la intervención.

—Eres increíble, Lucien.

—No, Michelle. Solo te amo.

Esa noche, la tensión no se disipó al cruzar el umbral de casa. Michelle estaba inquieta. La lista de accesos remotos había señalado a un agente que había sido parte de su equipo en el pasado. Un hombre de perfil bajo, sin antecedentes, sin señales evidentes de doble juego.

Pero algo no cuadraba.

Lucien cocinaba en silencio, sus gestos tan metódicos como siempre. Pero Michelle lo observaba con una atención distinta. Empezaba a notar matices. Pequeños gestos que antes habría ignorado: la precisión excesiva, la manera en que anticipaba cada necesidad, cada duda.

—¿Alguna vez te has sentido invisible, Lucien? —preguntó de repente.




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