Silencio Mortal

Capítulo 6: Pistas que se desangran

El amanecer llegó como un eco sucio de la noche anterior, arrastrando consigo la resaca de las dudas no resueltas. Michelle se vestía en silencio, sus movimientos mecánicos, su mente aún atrapada entre las imágenes que la habían asaltado en sueños: rostros de madres asfixiadas, niños sin futuro, y entre todos ellos, la sombra omnipresente de Lucien… siempre sonriendo.

Él la observaba desde el umbral de la habitación, con esa serenidad imperturbable que siempre la había reconfortado, pero que ahora le provocaba una inquietud latente.

—Dormiste mal —afirmó, no como una pregunta, sino como una constatación.

Michelle asintió, sin fuerzas para fingir.

—Es este caso. Se me está metiendo en la piel.

Lucien se acercó, lento, como si supiera que cualquier gesto brusco podría hacerla quebrar.

—Entonces es hora de arrancarlo de raíz.

Sus palabras, tan simples, tan llanas, resonaron con un eco perturbador en la mente de Michelle. Pero ella no lo cuestionó. No aún.

La comisaría era un nido de tensión. El hallazgo de los accesos remotos había disparado las alarmas internas. Ramírez repasaba los nombres de los implicados con un gesto adusto, mientras Michelle cruzaba los brazos, observando el tablero con una concentración feroz.

—Santiago Borel —dijo Ramírez, señalando uno de los nombres—. Técnico de comunicaciones. Sin antecedentes, pero con acceso a los sistemas. Ha estado en la sombra, pero con visibilidad suficiente.

Michelle frunció el ceño. Borel había sido un nombre que apenas recordaba. Perfil bajo, eficiente, siempre al margen de las conversaciones importantes. Invisible, como alguien que prefería no ser visto.

Lucien, sentado discretamente en una esquina, observaba la escena con la atención de un cirujano. Cada gesto, cada palabra, cada silencio.

—Puede ser el eslabón débil —sugirió Michelle—. Alguien que sin saberlo, o quizá con total conocimiento, ha facilitado las filtraciones.

—¿Interrogatorio? —preguntó Ramírez.

Michelle asintió.

—No en la comisaría. Quiero algo más sutil. Una conversación casual. Si es inocente, no se alterará. Si no… su lenguaje corporal lo delatará.

Lucien intervino con su voz suave.

—¿Quieres que te acompañe?

Michelle lo miró, debatiéndose entre la necesidad de su apoyo emocional y la creciente sombra de la duda que comenzaba a proyectarse sobre él.

—Esta vez necesito estar sola, Lucien.

Él no mostró incomodidad. Solo asintió, con esa aceptación incondicional que era tan suya.

—Lo entiendo. Pero recuerda: mis ojos siguen contigo, aunque no esté presente.

El encuentro con Borel se realizó en una cafetería anodina del centro. Michelle lo observó con detenimiento mientras él hablaba de trivialidades, esquivando hábilmente cualquier intento de profundización.

Pero hubo un momento —un parpadeo, una respiración contenida— en que algo en él se tensó cuando mencionó las filtraciones.

—No sé de qué me habla, detective. Yo solo hago mi trabajo.

Michelle apoyó las manos en la mesa, inclinándose ligeramente hacia él.

—A veces, señor Borel, uno hace su trabajo demasiado bien. Tanto, que ni siquiera se da cuenta cuando alguien lo utiliza como herramienta.

Borel tragó saliva. El sudor comenzaba a perlar su frente. Era un síntoma. No una confesión, pero sí una señal.

Al terminar la conversación, Michelle se quedó observando su reflejo en la ventana. No había obtenido una confesión, pero había visto algo: una grieta, una duda, una posibilidad.

Al salir, tomó su teléfono.

—Ramírez, quiero vigilancia sobre Borel. Discreta, pero constante. No es el asesino, pero sabe algo. O alguien se ha servido de él.

Colgó y exhaló, sintiendo cómo la ciudad volvía a pesar sobre sus hombros.

De regreso en casa, la atmósfera era distinta. Lucien la esperaba con la mesa servida, la cena dispuesta con una meticulosidad casi ceremonial.

—Has tenido un día largo —dijo, invitándola a sentarse—. Hoy cociné tu favorito.

Michelle sonrió, cansada.

—Eres un salvavidas, Lucien.

—No. Solo soy alguien que sabe dónde estás herida.

Las palabras quedaron flotando en el aire, cargadas de un significado que ella prefirió no analizar.

Durante la cena, hablaron de banalidades: películas, libros, recuerdos de viajes. Lucien la hacía reír, la envolvía en una burbuja donde el caso, las muertes, las sospechas, parecían irreales.

Y sin embargo, en algún rincón de su mente, la voz de la sospecha seguía susurrando.

—Hoy vi algo en Borel —confesó de pronto—. No es culpable, pero está asustado. Alguien ha jugado con él. Y no sé quién.

Lucien apoyó los codos en la mesa, entrelazando los dedos.

—A veces, el culpable es quien menos se lo espera. Alguien cercano. Alguien que se ha ganado la confianza de todos.

Michelle sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—¿Crees que podría ser alguien dentro del equipo? —preguntó, tanteando el terreno.

Lucien sonrió, esa sonrisa que le conocía tan bien, pero que ahora empezaba a percibir con matices distintos.

—Solo digo que las sombras no siempre vienen de fuera. Y que a veces, la luz más brillante es la que proyecta las sombras más oscuras.

Ella asintió, guardándose la punzada de inquietud para sí.

Esa noche, Michelle soñó con un espejo.

En él, su reflejo la observaba con ojos vacíos. Pero al acercarse, descubría que no era ella quien le devolvía la mirada. Era Lucien, vestido con su ropa, sonriendo con una dulzura perversa.

—Te estoy protegiendo —decía el reflejo—. Siempre te he protegido. Aunque no quieras verlo.

Despertó empapada en sudor, con el corazón desbocado. A su lado, Lucien dormía plácidamente, su respiración acompasada, su rostro sereno.

Pero Michelle no pudo volver a cerrar los ojos.

Las pistas se desangraban lentamente entre sus dedos, y la herida más profunda era la que no sabía cómo nombrar.




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