Silencio Mortal

Capítulo 7: La sombra que me cuida

La ciudad respiraba en pulsos lentos bajo la neblina matinal.

Desde la ventana de su despacho, Michelle observaba cómo las figuras se deslizaban por las calles como sombras sin rostro. Había algo hipnótico en esa cotidianidad indiferente. El mundo seguía, ajeno a la podredumbre que ella desentrañaba día tras día. Mujeres muertas, niños arrebatados. Y un asesino que caminaba entre ellos, invisible, como un virus de carne y hueso.

La lista de sospechosos se había afinado, pero no lo suficiente. Borel seguía bajo vigilancia, su nerviosismo palpable, pero no era el lobo. Era, a lo sumo, un perro que había ladrado en la dirección equivocada.

Michelle cerró los ojos, buscando en su mente las piezas sueltas. Algo faltaba. Algo demasiado evidente para ser visto.

—Hoy te has encerrado en tu cabeza más de lo habitual —la voz de Lucien la sacó de sus pensamientos.

Él entró sin hacer ruido, con la naturalidad de quien ya es parte del mobiliario. Se acercó despacio, dejando sobre el escritorio una pequeña caja envuelta en papel kraft.

—¿Qué es esto? —preguntó Michelle, desconfiada pero curiosa.

Lucien sonrió.

—Un recordatorio.

Michelle deshizo el nudo con manos temblorosas. Dentro, un colgante de plata. Simple, delicado, con una pequeña inscripción en la parte posterior: "Eres más fuerte de lo que crees".

—Lo vi y pensé en ti —dijo él—. No es una solución, lo sé. Pero a veces, los símbolos son los anclajes que nos permiten no perdernos en la tormenta.

Michelle no pudo evitar sonreír, con ese cansancio que ya era parte de su expresión natural.

—Eres demasiado bueno para mí.

—No. Soy lo que mereces.

Sus dedos rozaron su mejilla con una suavidad que dolía. Y por un instante, solo por un instante, Michelle se permitió olvidar la sombra que crecía en su interior.

La jornada avanzó con una inercia pesada. Cada testimonio era un eco de lo mismo: nadie había visto nada. Nadie sabía nada. Era como perseguir un fantasma que se desdibujaba a voluntad.

Al caer la tarde, Ramírez se acercó con expresión sombría.

—Tenemos otra víctima.

Las palabras cayeron como plomo.

—Misma firma —añadió—. Madre soltera. Ni rastro del asesino.

Michelle sintió cómo su estómago se contraía. Cada vez que pensaba que estaban cerca, el asesino les demostraba que aún jugaba con ventaja.

—Prepárate —le dijo a Lucien, sin mirarlo—. Vamos.

Él no discutió. Nunca lo hacía.

La escena del crimen era un déjà vu macabro.

La víctima, una mujer de unos treinta y pocos, yacía en su sala, el rostro desprovisto de expresión, como si la muerte la hubiera alcanzado en medio de un pensamiento trivial. La pulcritud del escenario era, una vez más, perturbadora.

Lucien recorrió el lugar con la mirada entrenada. Para cualquiera, era simplemente un esposo preocupado por la salud mental de su mujer. Pero Michelle comenzaba a ver algo más en su forma de moverse, en la manera en que sus ojos se detenían un segundo más de lo necesario en ciertos detalles.

—No hay cámaras —informó Ramírez, frustrado—. Ni testigos. Otra vez, lo mismo.

Michelle se agachó junto al cuerpo, observando la posición de las manos, la inclinación de la cabeza, la perfección clínica del asesinato.

—No es impulsivo —dijo en voz baja—. Cada movimiento está medido. No hay rabia. Solo método.

Lucien se acercó, deteniéndose a una distancia prudente.

—Es como si la conociera —comentó—. Como si supiera exactamente cómo moverse en su espacio personal sin generar alarma.

La frase resonó en la mente de Michelle.

—Como si fuera parte de su entorno —añadió ella.

Sus miradas se cruzaron, y en esa fracción de segundo, hubo algo. Algo que la obligó a apartar la vista.

De regreso en casa, el silencio era espeso.

Michelle se descalzó sin ganas, dejó caer su chaqueta en el perchero y se desplomó en el sofá. Lucien se acercó con una copa de vino, la dejó en la mesa y se sentó a su lado.

—Te estás deshaciendo, Michelle.

—Estoy cansada.

—No. Es más que eso. Este caso te está consumiendo porque no solo te enfrentas a un asesino. Te enfrentas a ti misma.

Ella lo miró, en guardia.

—¿Qué quieres decir?

Lucien no apartó la vista.

—Cada mujer que encuentras es un reflejo de lo que pudo ser tu vida. De lo que perdiste. Y eso te está cegando. Estás tan enfocada en cazar a un monstruo que no ves cómo te estás convirtiendo en su espejo.

Las palabras fueron un latigazo. Michelle se incorporó, sintiendo cómo la rabia y la tristeza se mezclaban en su garganta.

—¿Y qué propones? ¿Que me rinda?

—Propongo que recuerdes quién eres. Que dejes de ver fantasmas en cada rincón y te centres en los hechos.

La intensidad en su mirada era desarmante.

—Porque si no, Michelle, este caso te va a romper. Y yo no voy a poder pegar las piezas si tú misma decides destruirlas.

El silencio cayó como una losa.

Finalmente, ella suspiró, derrotada.

—No sé cómo seguir, Lucien.

Él se acercó, tomándola de las manos.

—Déjame cuidarte. Déjame ser la sombra que te protege cuando tu luz se apaga.

Michelle cerró los ojos, dejándose envolver en ese abrazo. Y en ese instante, el mundo pareció detenerse.

Pero en las sombras de su mente, la sospecha seguía latiendo. Más fuerte. Más insistente.

Porque a veces, la sombra que te cuida es la misma que planea devorarte.

Esa noche, mientras Michelle dormía, Lucien la observó durante horas.

Sus dedos recorrieron su rostro con una delicadeza reverente. No había odio en sus gestos. No había rabia. Solo amor. Un amor tan absoluto que justificaba cualquier sacrificio.

—Todo lo hago por ti, Michelle —susurró—. Todo.

Y mientras el reloj marcaba la cuenta regresiva de su macabro juego, Lucien sonrió.

Porque el círculo se estaba cerrando.

Y pronto, muy pronto, ella entendería.




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