Silencio Mortal

Capítulo 8: El círculo se estrecha

El mundo exterior seguía girando con una indiferencia brutal.

Mientras el bullicio de la ciudad tejía su rutina de cláxones, pasos apresurados y conversaciones triviales, en el interior de su despacho, Michelle sentía que el tiempo se comprimía. Como si cada segundo pesara más, como si el aire mismo se espesara con la densidad de las verdades no dichas.

Las paredes estaban cubiertas de fotografías, hilos de conexión, informes, y en el centro de ese mosaico macabro, ella. La cazadora. La que debía desenredar el nudo. Pero en las últimas semanas, la certeza de que era también la presa había comenzado a filtrarse en su conciencia.

Lucien había salido temprano, con una excusa tan perfecta que dolía: una reunión con un proveedor, un asunto laboral ineludible. Pero Michelle ya no escuchaba sus palabras con la misma inocencia. Ahora, cada gesto, cada silencio, cada pequeño detalle se había vuelto sospechoso.

Tomó el teléfono, marcó el número de Ramírez.

—Necesito un favor. Discreto.

La respuesta fue un gruñido de resignación. Ramírez sabía leer entre líneas.

—¿Quieres seguimiento?

—Sí. A Lucien.

El silencio al otro lado fue más elocuente que cualquier pregunta.

—¿Estás segura, Michelle?

—No. Pero necesito saber.

Colgó antes de que la duda se instalara.

Las horas siguientes fueron un suplicio de espera.

Mientras revisaba informes con la mirada vidriosa, su mente recorría cada momento compartido con Lucien: las primeras citas, las madrugadas en que la sostuvo tras la operación, las veces en que simplemente la miraba en silencio, como si ella fuera el único punto de anclaje en su universo.

¿Cómo se reconcilia una mente racional con la posibilidad de que la persona que más amas sea, también, la que más daño te hace?

Michelle no tenía esa respuesta.

Cuando finalmente el teléfono vibró, su pulso se aceleró.

—Lo seguí hasta un edificio en el centro —informó Ramírez—. Departamento alquilado a nombre de un tercero, pero con transferencias ligadas a su cuenta. No ha salido en horas.

—¿Algún movimiento?

—Recibió a alguien. Un hombre, no lo reconocí. Estuvieron una hora. Luego se fue.

Michelle cerró los ojos. La maraña se apretaba. Lucien tenía una doble vida. Ya no era una sospecha, era un hecho.

Pero el motivo seguía envuelto en niebla.

Al caer la noche, Lucien regresó con la misma sonrisa impoluta, el mismo gesto de siempre: un beso en la mejilla, una pregunta sobre su día, una copa de vino servida con precisión quirúrgica.

Michelle lo observaba como si fuera un extraño. Y sin embargo, en lo más profundo, lo conocía demasiado bien. O eso había creído.

—Hoy te ves distante —comentó él, sin reproche.

—Estoy cansada.

—¿Del caso, o de mí?

La pregunta era un dardo envuelto en terciopelo.

—Del caso —mintió.

Lucien no insistió. Se limitó a sentarse a su lado, cruzando las piernas, tomando su mano entre las suyas.

—He pensado mucho en nosotros, Michelle. En lo que hemos perdido. En lo que nunca podremos tener.

Las palabras la atravesaron.

—No somos menos por no ser padres —dijo, con un hilo de voz—. Lo sé. Solo… cuesta aceptarlo.

—A mí también me costó. Pero he aprendido a amar nuestra vida tal como es. Incluso si el mundo insiste en recordarnos lo que nos falta.

Sus ojos brillaban con una intensidad perturbadora.

—¿Y qué harías si descubrieras que alguien está detrás de estas muertes solo para herirte a ti?

La pregunta la dejó sin aliento.

—Lo atraparía. Sin importar quién fuera.

Lucien asintió lentamente, sin apartar la vista de ella.

—Esa es la Michelle que amo.

El peso de la conversación quedó suspendido en el aire, pero ella no se atrevió a desmenuzarlo. No esa noche.

Cuando él se retiró a la habitación, Michelle se dirigió a su despacho, encendió la lámpara de escritorio y abrió su laptop. Conectó el acceso remoto al sistema de vigilancia, pidió los reportes de la ubicación de Lucien.

Cada movimiento cuadraba con una precisión que, en lugar de tranquilizarla, aumentaba su ansiedad.

Lucien no cometía errores.

Y ese era, justamente, el mayor indicio de su culpabilidad.

Una notificación emergente llamó su atención: una transferencia reciente a una cuenta asociada al alquiler de un galpón en las afueras de la ciudad. Otro cabo suelto que, en cualquier otra circunstancia, habría pasado desapercibido.

Pero no ahora.

No cuando la sombra se estrechaba en torno a ella.

A la mañana siguiente, Michelle se presentó en el galpón, acompañada de Ramírez y dos oficiales de confianza.

El lugar era un templo al silencio.

Puertas oxidadas, ventanas cubiertas de polvo, pero en el interior, la escena era de una pulcritud escalofriante: herramientas quirúrgicas dispuestas con precisión, fotografías de las víctimas enmarcadas como trofeos, anotaciones detalladas sobre sus hábitos, rutinas, debilidades.

Y en el centro, un mapa con hilos rojos que terminaban en un único punto.

Su nombre.

Michelle.

El frío que recorrió su espalda fue físico, tangible.

—¿Qué es esto, Michelle? —preguntó Ramírez, visiblemente perturbado.

—La mente del asesino —respondió ella, con la voz hueca—. Su obsesión. Su culto privado.

Ramírez la miró, la duda implícita en su mirada.

—¿Y quién tiene acceso a esto?

Michelle no respondió. No podía. La respuesta era demasiado evidente. Demasiado dolorosa.

Lucien.

Esa noche, al regresar, lo encontró en la cocina, preparando la cena como si el mundo no se estuviera desmoronando a su alrededor.

—Hoy tuve un día interesante —dijo él, sin girarse—. Pensé en nosotros. En cómo hemos llegado hasta aquí.

Michelle se quedó en el umbral, su cuerpo tenso, su mente latiendo con una única idea: confrontarlo. Pero las palabras se enredaban en su garganta.




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