Silencio Mortal

Capítulo 9: Todo por amor

La noche se descolgó sobre la ciudad con la misma pereza de siempre, pero para Michelle, esa oscuridad tenía hoy un peso distinto. Cada farola encendida, cada reflejo en los cristales, cada sombra en la acera era una extensión de su propio desconcierto. La revelación del galpón había hecho añicos lo poco que le quedaba de certeza. No eran suposiciones ya. Eran hechos. Pruebas físicas. Y sin embargo, aquí estaba: de pie frente a la puerta de su propio hogar, sabiendo que tras esa madera barnizada estaba el hombre que había jurado protegerla, el mismo que había decorado con cadáveres el altar de su obsesión.

Pero incluso con toda esa evidencia, Michelle dudaba. No de la culpabilidad de Lucien, sino de su propia capacidad para enfrentarlo. Porque… ¿cómo se enfrenta a quien amas cuando el monstruo que ves es también el refugio que te ha sostenido en tus peores momentos?

Abrió la puerta.

El aroma a tomillo y ajo la envolvió de inmediato. Una fragancia cálida, familiar, traicionera. Allí, en la cocina, Lucien la esperaba, vestido con esa pulcritud que parecía parte de su piel, preparando la cena como si la escena del galpón no existiera, como si la burbuja de su matrimonio siguiera intacta.

—He hecho tu favorita —dijo, sin girarse, con una naturalidad que la hizo temblar—. Lasagna de berenjenas. Recuerdo que la última vez que la preparé dijiste que era como volver a la infancia.

Michelle se quedó en el umbral, luchando contra la asfixia de la contradicción. ¿Cómo podía ser tan perfecto? ¿Cómo podía moverse entre las ruinas de su engaño con esa delicadeza, esa devoción?

—Lucien —su voz fue apenas un susurro, roto, afilado—. Fui al galpón.

Por un instante, el cuchillo se detuvo en su danza sobre la tabla de cortar. Solo un segundo. Luego, continuó.

—Sabía que lo harías, tarde o temprano —respondió—. He dejado pistas suficientes. No era mi intención esconderlo de ti. Solo esperaba que estuvieras lista para entender.

La serenidad en su voz era un veneno dulce. Michelle dio un paso al interior, cerrando la puerta con una lentitud que no supo si era miedo o resignación.

—¿Entender qué, Lucien? ¿Que has matado a mujeres y niños como una ofrenda retorcida a mi dolor?

Él se giró entonces, por fin, con las manos aún húmedas, las mangas de su camisa remangadas, la expresión de siempre: amorosa, entregada, devastadoramente sincera.

—No los maté por odio, Michelle. Los maté por amor.

La frase quedó suspendida en el aire, como una losa invisible.

—Cada una de esas mujeres era un recordatorio de lo que te fue arrebatado. Cada niño, un reflejo cruel de lo que la vida te negó. Yo no podía soportar verte desangrarte en silencio. Así que hice lo que tú no podías hacer: castigar al mundo por su injusticia.

Michelle sintió un espasmo recorrerle la garganta. Quiso gritar, llorar, golpearlo. Pero su cuerpo no respondió.

—Eso no es amor, Lucien. Eso es… enfermedad.

Él dio un paso hacia ella, lento, como si temiera romperla.

—El amor es enfermedad, Michelle. El verdadero. El que devora, el que no admite compartirse. ¿Crees que no me duele? ¿Crees que no he llorado cada vida que he tomado? Pero si eso te ha mantenido en pie, si eso ha evitado que te destruyeras, entonces ha valido cada gota de sangre.

Michelle retrocedió, buscando espacio en una habitación que de pronto se le antojaba asfixiante.

—Tú no me salvaste, Lucien. Me encerraste en tu versión de la realidad. Y ahora… ahora no sé quién eres.

Lucien se detuvo a un par de pasos, bajando la mirada.

—Soy el hombre que amaste. El que todavía amas, aunque ahora te repugne pensarlo. Porque el amor, Michelle, no se borra con la verdad. Solo se ensucia.

La crudeza de sus palabras la golpeó con más fuerza que cualquier confesión.

—Debes entregarte —dijo, con un temblor en la voz que intentó disfrazar de autoridad—. Esto tiene que terminar.

Lucien sonrió, pero en sus ojos no había triunfo, ni rabia, solo tristeza.

—¿Y si terminar significa perderte para siempre? —preguntó—. No sé si puedo aceptar eso.

Michelle alzó la barbilla, armándose con los fragmentos de su antigua fortaleza.

—No es una elección, Lucien. Es justicia.

El silencio posterior fue absoluto. Y en ese vacío, ella supo que había cruzado un umbral del que no habría retorno.

La cena quedó olvidada. La conversación se agotó en gestos, miradas, respiraciones contenidas. Michelle dormía con un ojo abierto, el cuerpo rígido, el oído atento a cualquier movimiento.

Lucien, por su parte, mantuvo su rutina impecable. Lavó los platos, organizó los utensilios, se sentó a leer en el sillón como si el peso de sus crímenes no se posara sobre sus hombros.

Pero en esa calma se escondía la tormenta.

Michelle no lo vio levantarse a las tres de la madrugada. No escuchó sus pasos suaves por el pasillo. Solo sintió, de pronto, el filo frío del miedo recorriéndole la espalda.

Abrió los ojos.

Lucien estaba de pie frente a la cama, en silencio, observándola con esa mezcla de devoción y pesar que ahora entendía como una sentencia.

—No quiero hacerte daño, Michelle —dijo—. Pero si la justicia que tú buscas me arrebata de ti, ¿qué sentido tiene que sigas respirando un mundo sin mí?

La pistola en su mano era una extensión natural de su cuerpo. No temblaba. No dudaba.

—Lucien… —intentó apelar a lo poco que quedaba de humanidad en él—. No somos tú y yo contra el mundo. Nunca lo fue.

Él negó, con una tristeza infinita.

—Siempre lo fue, Michelle. Solo que tú tardaste en verlo.

El disparo fue un relámpago mudo.

Y el mundo de Michelle se contrajo en un instante eterno.

La sangre manchó las sábanas con una lentitud cruel. El dolor fue un rumor lejano. Lo último que Michelle vio antes de que la oscuridad la envolviera fue el rostro de Lucien, empapado en lágrimas, sus labios susurrando una letanía rota.




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