Silencio Mortal

Capítulo 10: La verdad duele más si viene de quien amas

El tiempo es un concepto cruel cuando la muerte ha pasado por una habitación.

La sangre de Michelle empapaba las sábanas, impregnando la madera con su aroma metálico. La casa, su refugio durante tantos años, era ahora un mausoleo de silencios rotos. Pero Lucien no lloraba. No ya. Las lágrimas se habían secado en su rostro, endurecidas por una calma que no era resignación, sino aceptación.

Se sentó a su lado, en el borde de la cama, acariciándole el cabello con esa ternura reverencial que siempre había sido su marca.

—Perdóname, amor —susurró—. Perdóname por no ser capaz de dejarte ir.

La pistola descansaba sobre su regazo como un juez silente. Había cometido el acto más atroz, sí, pero en su mente, la lógica era irrefutable: si el mundo quería separarlos, él se encargaría de que la eternidad no cometiera el mismo error.

El sonido del teléfono vibrando en la sala era un zumbido lejano. Ramírez. Lo sabía. Podía imaginar la ansiedad al otro lado, la creciente sospecha. Pero nada de eso importaba ahora.

Lucien se levantó, con una serenidad inquietante, y caminó hacia la sala. Observó el móvil de Michelle iluminándose en la penumbra, una y otra vez, hasta que la vibración cesó.

—Siempre intentando salvarte de todo —dijo en voz baja—. Incluso de mí.

La ironía no se le escapaba.

Volvió a la habitación, contempló el cuerpo inerte sobre la cama y, por primera vez, sintió el peso real de sus actos. Pero no era culpa. No era arrepentimiento. Era otra cosa. Algo más oscuro. Más íntimo.

—Quiero contarte una historia —dijo, como si ella pudiera oírlo—. La historia de un hombre que nunca supo ser suficiente. Que amó con tanta fuerza que terminó confundiendo amor con posesión.

Se sentó de nuevo, tomando una de sus manos ya frías.

—Ese hombre creció invisible. Nadie lo veía. Nadie lo elegía. Hasta que tú lo hiciste. Tú lo miraste. Tú dijiste su nombre como si fuera algo importante. Y ese hombre decidió que haría cualquier cosa por mantener ese milagro.

Las palabras fluían con una cadencia hipnótica, como una confesión tardía.

—Cuando te dispararon, cuando te robaron la posibilidad de ser madre, algo dentro de mí se rompió. No porque ya no pudieras tener hijos, sino porque vi cómo te apagabas lentamente. Y yo… yo no podía permitirlo.

Lucien se inclinó, apoyando la frente sobre las manos de Michelle.

—Cada vida que tomé fue una plegaria. Un intento desesperado de equilibrar una balanza que el destino había inclinado en tu contra. ¿Egoísta? Tal vez. Pero jamás fue por odio. Siempre, siempre fue por amor.

El eco de su voz se perdió en la habitación.

Y entonces, como si el universo respondiera a su confesión, un golpe seco retumbó en la puerta principal.

—Policía. Abra la puerta.

Lucien no se inmutó. Se levantó, caminó hasta el vestíbulo y, con la misma parsimonia con la que había preparado incontables cenas para Michelle, giró el picaporte.

Ramírez estaba allí. Ojos inyectados en furia, pistola desenfundada, voz quebrada.

—¿Dónde está?

Lucien dio un paso al lado, señalando con un gesto.

—Dentro. Donde siempre estuvo. Donde siempre debió estar.

El oficial pasó junto a él como una exhalación. Al llegar a la habitación, la imagen lo detuvo en seco.

—¡No… joder, no! —Ramírez corrió hacia el cuerpo de Michelle, buscó su pulso, comprobó lo que ya sabía—. Hijo de puta…

Lucien lo observó desde el umbral, inmutable.

—¿Sabes, Ramírez? Ella siempre buscó justicia. Y la encontró. Solo que no de la forma que esperaba.

El oficial se levantó, encarándolo con la pistola temblando en sus manos.

—Dame una razón para no volarte la cabeza ahora mismo.

Lucien sonrió, pero no con burla. Era una sonrisa triste. Cansada.

—Porque eso sería liberarme. Y tú no quieres eso, Ramírez. Quieres que sufra. Quieres que arrastre este peso hasta el último aliento.

El silencio se hizo espeso, cargado de electricidad.

Finalmente, Ramírez bajó el arma, con el rostro contraído por una rabia impotente.

—Vas a pudrirte en una celda, Blake. Y yo me encargaré de que cada día sea peor que el anterior.

Lucien asintió, aceptando el veredicto como quien acepta la lógica de las mareas.

—Lo merezco.

Mientras lo esposaban, sus ojos no se apartaron de Michelle.

—Todo por amor —murmuró—. Siempre fue por amor.

La casa quedó sumida en el silencio, rota, mancillada.

Y en las páginas de los informes policiales, la verdad quedaría escrita con la frialdad de la estadística: detective asesinada por su esposo, quien resultó ser el autor de una serie de homicidios múltiples.

Pero la verdad… la verdad real, la que se esconde entre las grietas de las palabras, seguiría latiendo bajo la piel de quienes conocieron su historia.

Porque la verdad duele más si viene de quien amas.

Y a veces, la peor de las traiciones es la que nace de la devoción más absoluta.

Días después, en la celda donde el tiempo había dejado de tener significado, Lucien seguía repitiendo la misma letanía, en voz baja, como un rezo sin respuesta.

—Te amo, Michelle. Te amo.

Cada repetición era un eco que rebotaba en las paredes frías, un hilo que mantenía viva la imagen de la única mujer que lo había visto realmente.

Para él, el final nunca llegaría.

Porque el amor, en su mente, era eterno.

Y lo había demostrado.

A su manera.




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