Silencio Para Los Condenados

SILENCIO PARA LOS CONDENADOS

Al otro lado del río congelado, las luces distantes y relucientes auguraban calidez y comida. Udyr se imaginó un fuego crepitando dentro de una de las casas de la ciudad. Junto al fuego reposaban montones de pieles caldeadas por las llamas.

El fuerte crujido del hielo del río despertó al chamán de su fantasía. Udyr profirió una maldición y tiritó. El aguanieve le había calado las pieles y el sol poniente indicaba que se avecinaban temperaturas gélidas y peligrosas. Sería difícil convencer a Sejuani de que cambiase el rumbo. Prefería evitar esa conversación y al resto de su ejército.

En el valle de más abajo, se aproximaba el grueso del ejército de Sejuani. Victoria tras victoria, la tribu Garra Invernal había absorbido a docenas de clanes y a toda la tribu Colmillo Piedra. Sejuani se había convertido en una auténtica comandante, pues lideraba a miles de guerreros sanguinarios, guerreros blindados, jinetes de mamuts e Hijos del Hielo.

Al frente de la tropa principal, los guerreros de la vanguardia de Sejuani estaban montando yurtas para alojar a los progenieros y establecer el puesto de mando para los exploradores del ejército. La tienda de Sejuani, vigilada por guardianes azules y cubierta de cuero bordado con runas, se alzaba imponente en el centro del campamento.

Conforme Udyr se acercaba, no paraba de salivar, la baba le resbalaba por la enorme mandíbula y los dientes le rechinaban con un hambre insaciable. Estaba totalmente ensimismado cuando, de pronto, vio pasar a un sabueso trotando. Le gruñó al perro, intentando recuperar el control de su propia mandíbula y liberarse del impulso animal que lo invadía.

Al poco, encontró a Sejuani ayudando a sus progenieros a construir una yurta.

Udyr sonrió con orgullo. Esa era su forma de hacer las cosas. No importaba qué tarea fuese; ella estaba siempre al frente. Montar tiendas de cuero de mamut en la tierra empapada era una ardua tarea. Mientras Sejuani golpeaba un clavo colmillo en el barro, se tambaleó y cayó sobre una rodilla. Muy cerca, los guerreros progenieros sufrían la gélida lluvia, y sus maldiciones sucedían a las de Sejuani.

Al verla levantarse, Udyr volvió a recordar que había crecido hasta convertirse en una mujer fanfarrona de espalda ancha. Para él, Sejuani siempre sería la niña menuda que había conocido hacía ya muchas estaciones; no estaba seguro de si quería verla de otra forma. Por aquel entonces, le había pedido consejo desesperada. Udyr temía que, quizá en tan solo unos años, se convertiría en una carga inútil para ella.

—Las condiciones meteorológicas han acabado con esta discusión, Udyr —vociferó por encima del aguacero.

—La tribu Vargkin está a unos días al oeste de aquí —comenzó Udyr—. Podríamos evitar cruzar el río, cogerlos por sorpresa y... —Las mentes de una docena de caballos cruzando inundaron la mente de Udyr. Sintió la tensión de sus músculos congelados cuando se estremecían en el frío—. ¡Cállate! ¡Nada de avena! —le gritó Udyr al caballo más cercano.

Los progenieros de Sejuani, atónitos, intercambiaron miradas nerviosas. Sejuani les dirigió a sus hombres una mirada de advertencia. Volvieron al trabajo inmediatamente. Ni siquiera ellos tenían derecho a cuestionar las peculiaridades de su chamán.

Ocultando las manos tras la espalda, Udyr cogió un pequeño pincho de plata de un saco que tenía escondido. Presionó el clavo metálico contra la palma de su mano. No fue el alivio de la meditación, sino el dolor del metal lo que le despejó la mente y le permitió centrarse en hablar como un humano.

—Los Vargkin solo están a seis días de marcha —resopló Udyr—. Y sus aldeas no están amuralladas.

Sejuani dejó que los ojos le volvieran a su sitio antes de responder.

—No nos queda tiempo, Udyr —Sejuani apuntó a las yurtas a su alrededor—. ¡Debemos tomar esa ciudad del otro lado del río, o moriremos congelados!

Señaló a algunos de los viejos guerreros que estaban cerca.

—La mayoría de colmillos largos se saltan comidas para alimentar a los jóvenes de la tribu. Ayer ayudé a Orgaii a enterrar a su hija —gruñeron los labios de Sejuani, amoratados a causa del frío y apretados con crudeza—. La niña tenía dos veranos pero era pequeña y frágil como si estuviera en su primera primavera —espiró y apartó la mirada antes de proseguir—. No seré responsable de que otro niño crezca con tal delgadez que no sea capaz de sobrevivir al frío.

—Pues ataca ya —dijo Udyr señalando la ciudad distante al otro lado del río—. Confiad en nuestras hachas y nuestra fuerza. Garras y dientes. A la antigua usanza.

—La antigua usanza es usar a los mejores guerreros —le interrumpió ella—. ¿Qué clan o tribu conocemos que sea más fuerte que los Ursinos? ¿Cuántos de nosotros morirían cruzando ese río sin su ayuda? No dejaré que el hambre diezme a mi ejército, no cuando he prometido a mi gente fuerza y victoria.

Le sujetó a Udyr el hombro con firmeza.

—Sé que tienes una buena razón para temer lo que...

—Temo al ejército de Ashe —replicó Udyr—. Todos los días, nuevos clanes se arrodillan ante el estandarte de tu rival. Cada luna, los avarosanos absorben tribus enteras. ¿Dices que quieres que la tribu Garra Invernal se vuelva más fuerte? Si trabajamos con los Ursinos.... no habrá esclavitud. Ningún guerrero que renazca como hermano del clan. Los Perdidos no se detendrán hasta que acaben con toda la vida de ese pueblo.

—Nuestro nombre es Garra Invernal. Son sangre de nuestra sangre —explicó—. Yo declaré esta guerra, y pararemos cuando...

—¡Los Ursinos no obedecen! —más que el dolor del metal que sostenía, fue la certeza de Udyr lo que terminó por despejarle la mente. Bajó la voz—. Su sed de sangre se propaga como una enfermedad. Nos consumirá.

—He apreciado tu consejo toda mi vida —afirmó Sejuani, tratando de medir sus palabras—. Pero debemos arrasar con esa ciudad mañana —concluyó.




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