-Estan muy grande. Hazlas de este tamaño- dijo él levantando una figura en el aire para que ella la viera.
-Préstamela para guiarme-
Rafael le pasó la figura rozando su mano en el proceso. Eso era algo que se le estaba haciendo costumbre, pero Érika no podía descifrar si lo hacía intencionalmente o no, como tampoco podía descifrar porque la respiración se le detenía al instante y sentía la necesidad de mirarlo aún sabiendo que sus ojos se encontrarían y se pondría mucho más nerviosa sin razón alguna.
Trabajaron un par de horas, luego llegó la madre de Rafael y les brindó algo de comida que ambos aceptaron, primero porque tenían hambre y segundo porque ella se plantó allí y dijo que no los dejaría continuar si no se alimentaban.
- ¿Siempre has sido así? -
- ¿Así cómo?-
Estaban otra vez uno junto al otro, a pesar de que tenían toda una habitación para ellos dos.
-Callada, misteriosa…- pensó antes de decirlo -triste.
-No- dijo ella recordando el pasado, recordando cuando solía ser una niña ingenua que creía que la vida era color de rosa.
- ¿Y qué pasó? -dudó antes de preguntarlo, tal vez tenía miedo de que ella se lo tomara a mal, cosa que no hizo, más bien la sorprendió que lo preguntara de una manera que nadie más lo había hecho; como si realmente estuviera interesado en saberlo, como si realmente le importara saber lo que pasó.
-Antes era como tú. Siempre alegré, hablando con todos y bromeando- soltó una risa amarga -pero un día desperté y me di cuenta de lo que es la vida en realidad.
-¿y qué es la vida en realidad? -preguntó un tanto triste, sentimiento que ella no había visto reflejado en su rostro hasta ahora.
-Un infierno -ni siquiera pensó en las palabras, salieron de lo más hondo de su alma de forma tan automática, como pasaron las miles de imágenes por la cabeza, como nublaron sus ojos las lágrimas en tan solo un segundo y como él se acercó a abrazarla el verla llorar. Todo ocurrió en automático.
Las imágenes seguían pasando sin cesar una y otra vez, las lágrimas siguieron trazando caminos por sus mejillas y ella seguían en sus brazos sin siquiera ser consciente de ello.
Seguía allí sin enterarse de que su cuerpo no había sentido la incomodidad que le generaba el contacto físico o ese deseo de alejarse que venía siendo producto del mismo, seguía sin enterarse de que su cuerpo se había relajado como si hubiese estado esperando ese abrazo desde hace mucho tiempo y seguía sin enterarse de que se había aferrado a aquel chico como si de eso dependiera su vida. Cómo si no quiera que la soltara nunca.
Rafael no dijo nada, se limitó a pasarle la mano por la espalda y dejarla desahogarse. ¿Cuántos minutos pasaron? Ella no lo sabía ¿En qué momento había dejado de llorar? Era otra cosa que no recordaba ¿Por qué seguían abrazados? Esa pregunta ni siquiera tenía respuesta.
Érika no quería alejarse porque se sentía bien en aquellos brazos, pero se obligó a sí misma a dejarlo ir poco a poco prolongando la cercanía de sus pieles lo más posible.
Al final se quedaron sentados el uno frente al otro mirándose a la cara.
Su mirada la seguía poniendo nerviosa sin razón alguna, y sus ojos seguían gritándole algo que ella no sabía si creer “que en realidad le importaba lo que le pasara”, pero eso era algo ilógico porque apenas se conocían y si sus padres que llevaban conociéndola toda la vida no se preocupaban ¿Por qué lo haría él?
Rafael llevó sus manos hasta las de ella, se las sostuvo y confirmando lo que gritaban sus ojos, le dijo.
-No tienes que estar sola en este infierno. Puedes contar conmigo-
Ella quería creer que bromeaba, que no estaba alterando ese patrón que había en su vida de nunca importarle nadie y quería creer que en cualquiera momento aparecería esa sonrisa juguetona que desmentiría sus palabras, pero esta nunca llegó y le asustó enterarse de que iba en serio.
-Tengo que irme- dijo escapando de su agarre con la delicadeza que trataría a un bebé recién nacido.
-Te acompaño-
-No hace fal…- él tomó sus manos, otra vez, y las apretó ligeramente.
-Te acompaño-