Silencios que matan - El rostro del dolor

Capítulo 9: Llanto

—Están muy grande. Hazlas de este tamaño —dijo Rafael, levantando una figura de cartón en el aire para que Érika la viera.

—Préstamela para guiarme.

El chico le pasó la figura rozando su mano en el proceso. Eso era algo que se le estaba haciendo costumbre, pero Érika no podía descifrar si lo hacía intencionalmente o no, como tampoco podía descifrar porque la respiración se le detenía al instante y sentía la necesidad de mirarlo aun sabiendo que sus ojos se encontrarían y se pondría mucho más nerviosa sin razón alguna.

Trabajaron un par de horas, luego llegó la madre de Rafael y les brindó algo de comida que ambos aceptaron, primero, porque tenían hambre y segundo, porque ella se plantó allí y dijo que no los dejaría continuar si no se alimentaban, así que no tuvieron otra opción más que hacer una pausa.

—¿Siempre has sido así? –preguntó Rafael, una vez terminaron de comer.

—¿Así cómo? —dirigió la mirada hacia él.

Estaban uno junto al otro, a pesar de que tenían toda una habitación para ellos dos.

—Callada, misteriosa… —pensó antes de decirlo —triste.

—No —dijo ella.

Fijó la vista en los trozos de cartón que habían esparcidos por el suelo, recordando cuando solía ser una niña ingenua que creía que la vida era una maravilla y todas las personas eran buenas.

— ¿Y qué pasó? —el chico pareció dudar antes de preguntarlo. Tal vez tenía miedo de que ella se lo tomara a mal, cosa que no hizo, más bien la sorprendió que lo preguntara de una manera que nadie más lo había hecho; como si realmente estuviera interesado en saberlo, como si realmente le importara descubrir lo que pasó.

—Antes era como tú. Siempre alegre, hablando con todos y bromeando —soltó una risa amarga —pero un día desperté y me di cuenta de lo que es la vida en realidad.

—¿Y qué es la vida en realidad? —la voz de Rafael salió apagada, como si intuyera su respuesta o estuviera sintiendo el mismo dolor.

—Un infierno —soltó Érika.

Ni siquiera pensó en las palabras: salieron de lo más hondo de su alma de forma tan automática como las miles de imágenes que pasaron por su mente, como las lágrimas nublaron sus ojos en tan solo un segundo y como él, al verla llorar, se acercó a abrazarla. Todo ocurrió sin que pudiera detenerlo.

Las imágenes continuaban pasando sin cesar una y otra vez. Las lágrimas seguían trazando caminos por sus mejillas y ella permanecía en sus brazos, sin siquiera ser consciente de ello. No se dio cuenta de que su cuerpo no había sentido la incomodidad que le generaba el contacto físico o ese deseo de alejarse que venía siendo producto del mismo. Tampoco advirtió que su cuerpo se había relajado como si hubiese estado esperando ese abrazo desde hace mucho tiempo. Y, sin enterarse, se aferró a aquel chico como si de eso dependiera su vida. Como si no quisiera que la soltara nunca.

Rafael no dijo nada, se limitó a pasarle la mano por la espalda y dejarla desahogarse. ¿Cuántos minutos pasaron? Ella no lo sabía ¿En qué momento había dejado de llorar? Era otra cosa que no recordaba ¿Por qué seguía abrazándolo? Esa pregunta ni siquiera tenía respuesta.

No quería alejarse porque se sentía bien en aquellos brazos. Sin embargo, se obligó a sí misma a dejarlo ir poco a poco, prolongando la cercanía de sus pieles lo más posible.

Al final, se quedaron sentados el uno frente al otro, mirándose a la cara.

La mirada de Rafael no le produjo el nerviosismo habitual, sino una calma extraña, de esas que asustan.

Todo en él parecía gritarle algo que ella no sabía si creer: que en realidad le importaba lo que le pasara. Pero eso era algo ilógico. Apenas se conocían, y si sus padres, que habían estado toda la vida a su lado, no se preocupaban por ella, ¿por qué lo haría él?

Rafael le sostuvo la mano entre las suyas.

—No tienes que estar sola en este infierno. Puedes contar conmigo.

Ella quería creer que bromeaba, que en cualquier momento aparecería esa sonrisa juguetona que desmentiría sus palabras. Quería pensar que no estaba alterando ese patrón en su vida donde nunca le había importado a nadie. Pero su sonrisa nunca llegó. Y a ella le asustó descubrir que hablaba en serio.

—Tengo que irme —dijo, escapando de su agarre con la delicadeza con que trataría a un bebé recién nacido.

—Te acompaño —respondió él al instante.

—No hace falta…

El chico sostuvo sus manos, otra vez, y las apretó ligeramente.

—Te acompaño —repitió, despacio.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.