Rafael dejó a Érika en su casa y en cuanto ella lo vio marchándose cabizbajo se arrepintió de haberle dicho que no. Lo quería, mucho más de lo que le gustaba admitir, y esa noche fue la primera en la que lo vio realmente triste. Y todo era por su culpa.
Se quedó en la puerta, lo observó hasta que su silueta desapareció a lo lejos y luego entró directo a su habitación. Escuchó la televisión encendida al pasar, pero ni siquiera se preocupó por mirar quién estaba frente a ella. No le importaba.
Se encerró en su habitación y se acostó mirando al techo, un millón de imágenes aparecieron nuevamente en su mente atormentándola más de lo que ya estaba y recordándole por qué no debía estar con Rafael, recordándole por qué no valía nada.
Las lágrimas empezaron a salir.
Minutos más tarde tocaron la puerta de la habitación. Ella pensó que quien tocaba era su madre, porque, como últimamente estaba mostrando un interés extraño en ella, lo más seguro era que quiera saber algo sobre su salida. Se secó las lágrimas y se apresuró a abrir, pero al ver a la persona que estaba tras la puerta, su cuerpo se volvió como una pared de concreto.
Gabriel le mostró sus dientes perfectamente blancos, la miró de pies a cabeza erizándole, la piel con tan simple gesto, y entró la habitación sin ser invitado.
Érika retrocedió con el corazón desbocado, como un caballo de carreras, y observó cada uno de sus movimientos como una película en cámara lenta, lo cual era tortura. Lo vio cerrar la puerta y dar vuelta a la perilla; lo vio mirarla como una fiera a punto de atacar a su presa. Mientras tanto, seguía dando pasos hacia atrás, pero en cuanto lo vio sacar una pistola y ponerla en su mesita de noche, su corazón —al igual que sus pasos —se detuvieron.
Siempre lo hacía. La mostraba para que supiera que no iba a tolerar juegos o gritos de su parte y para causarle más miedo del que su sola presencia ya provocaba. Gabriel empezó a acercarse poco a poco.
Ella ya sabía lo que iba a pasar, porque ya lo había vivido muchas veces, pero uno nunca se acostumbra a algo así. Por eso, su cuerpo solo quería huir de allí de inmediato, aunque al mismo tiempo estaba paralizado por el miedo.
¿De qué valdría salir e intentar buscar ayuda, si ni siquiera sus padres le creerían? ¿de qué valdría escapar, si ni siquiera tenía a donde refugiarse? ¿de qué valdría siquiera pensar en salir, si igual no iba a lograrlo? lo intentó tantas veces en el pasado y siempre acababa igual, bajo su peso y con los ojos llenos de lágrimas. Simplemente se resignó.
“Nada que no tenga solución” recordó haberle dicho a Rafael hacía unos días y supo que está sería la última vez que pasaba.
—¿Dónde estabas? ¿para quién te arreglaste de esa manera? —preguntó mientras seguía acercándose a un paso muy lento, solo para hacer más larga la tortura.
Ella no dijo nada. Hacía mucho que no le dirigía la palabra y no iba a empezar a hacerlo en ese momento.
—¿Acaso estás sorda o qué? ¿Te pregunté dónde demonios estabas vestida así? —Sus palabras tenían poco volumen, pero la hacían temblar.
Ya lo tenía muy cerca de ella y, aunque sus ojos oscuros infundían más terror del que podía aguantar, no dijo nada y eso lo enfureció.
La agarró del cuello.
El aire aún pasaba a través de sus manos, pero le llegaba con mucha dificultad y eso la hizo desesperarse, pero esta vez no luchó por liberarse. Estaba harta de esto y solo deseó que apretara sus manos y acabara con todo de una vez.
—Creí que ya te había dejado en claro a quién le perteneces, pero parece que no has entendido en absoluto. Tendré que recordártelo.
Como si su cuerpo fuera de trapo la lanzó a la cama y se abalanzó sobre ella, pero justo en el momento en que iba a tocarle el rostro se escuchó un golpe en la puerta.
—Hija, abre por favor. Necesito hablar contigo.
Gabriel se bajó muy rápido y escondió la pistola mientras ella hacía lo que pedía su madre quien, luego de entrar, se quedó mirándolos a ambos.
Érika aún seguía asustada y todo su cuerpo lo gritaba. Gabriel, en cambio, estaba relajado.
—Cuñis —dijo con una sonrisa descarada.
—¿Qué haces aquí? —rebatió ella muy seria y se cruzó de brazos.
—Epa, no te enojes. Solo me estaba poniendo al día con mi sobrina.
—Pues te agradecería que lo hicieras en la sala. Además, no hay necesidad de cerrar la puerta con seguro para ponerse al día, ¿o sí?
—¿La puerta tenía seguro? no me había enterado, pero bueno, las dejo para que hablen tranquilas. Erika, luego seguiremos poniéndonos al día tú y yo —le dio una última mirada amenazante antes de salir.
La mujer cerró la puerta y volvió a Érika unos segundos. Ella seguía inmóvil, aguantando con todas sus fuerzas las lágrimas que se le querían escapar de los ojos, pero su madre mandó todo su esfuerzo a la basura cuando le preguntó…
—¿Estás bien?
Y con esa simple pregunta Érika se derrumbó.
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Este es un capítulo que me dolió escribir, ¿me cuentas qué emoción despertó en ti? Te leo abajo con cariño 💖.
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Editado: 17.06.2025