Ya todos mis amigos estaban al tanto de que Laura era la muchacha que más me gustaba. Y si bien nueve de cada diez me daban su aprobación y se sentían muy orgullosos por mi hazaña, aquellos que no lo estaban me sugerían que lo llevara con mucho cuidado, que las muchachas con su personalidad eran muy inteligentes, astutas y peligrosas. Sin embargo, con lo poco que podía conocer de ella, me daba la sensación de que no mataba una mosca. Yo estaba convencido de aquello, aunque las apariencias engañaran...
Una tarde, incluso, me pactaron una cita a ciegas, de la cual, obviamente, nunca tuve idea. Los responsables del ridículo que iba a hacer delante de la mujer menos indicada: mis mejores amigos: Juan, Carlos, Arturo y Rafael (quienes, por cierto, ya lo tuvieron todo planeado). Me convencieron de que me quedara hasta la tarde porque íbamos a organizar una supuesta parrillada e ingenuamente les creí. No fue sino hasta cuando estuve encerrado a solas con Laura, en uno de los salones del tercer piso de la facultad (el B105 para ser exactos), que me di cuenta que había sido engañado.
Nervioso, sudando, con el cuerpo temblando y el corazón latiendo a mil por hora, tuve que acercarme a ella para no parecer un completo cobarde. Inhalé un gran bocado de aire que en principio me supo algo pesado, imploré a todos los dioses que el temor que me invadía ahora no me jugara una mala pasada y caminé con firmeza hasta quedar unos cuántos centímetros delante de ella. Debo reconocer que mientras más me le iba aproximando, mientras más cercano percibía su aroma, más respeto y admiración me infundía
Y en mi mente y mi corazón ya la había imaginado antes como una reina.
Pero aquella reina a la que jamás creí que podría tener así de cerca.