Simplemente Laura

20

Llegué a la casa cerca de las ocho de la noche, en taxi, y con un montón de fundas plásticas y de regalo que no podía llevar en ambas manos, todas ellas con compras que había realizado unas horas atrás en aquella tienda de ropa que resultó no ser tan económica en sus precios como lo había predicho Juan anteriormente.

Para no alertar a mi hermana de mí llegada, debido a que seguramente se burlaría de mí y haría alarde de mi estupidez al ver tanto gasto innecesario; intenté causar el menor ruido posible al caminar por el patio principal de la casa y cuando tuve que abrir la puerta de entrada. Por fortuna, no teníamos a un perro de mascota que nos recibiera saltando y ladrando de felicidad, cosa que facilitó mucho las cosas en principio.

El verdadero problema surgió al momento de pasar a mi habitación. Dado que tenía que cruzar un pequeño pasillo y circundar la sala para llegar (donde escuché, por cierto, que el televisor estaba encendido), mis probabilidades de éxito eran escazas.

Consciente de aquella dificultad, agarré la cerradura con mucho cuidado (evitando que las fundas hicieran fricción en alguna parte), aguanté la respiración unos cuantos segundos y giré el mecanismo con suma suavidad. Afortunadamente, no se escuchó tan siquiera un efímero chirrido, lo que provocó que suspirara de alivio. Después me escurrí lentamente y caminé hasta encontrarme al final del pasillo, donde me detuve un instante para analizar minuciosamente la situación.

— ¿Pesado? –preguntó una voz femenina de la nada, provocando que me quedara congelado de la impresión–.

Casi muero de un infarto, debo reconocerlo. Lucy me había sorprendido de repente. Estuve tan distraído tratando de encontrar la mejor manera de hacer que se descuidara, que le di el suficiente tiempo para que me pillara in fraganti, con las manos en la masa.

— ¡Por todos los cielos, Lucy! –exclamé reaccionando súbitamente, aunque todavía con los brazos dormidos–. Estuviste a punto de matarme.

— Hola caballero –respondió mirándome fijamente a los ojos–. Bonitas horas de llegar –sonó parecido a nuestra madre–.

— ¿Desde cuándo acá debo ofrecerte explicaciones? –pregunté exaltado–. ¿Acaso eres mi madre?

— Perdón. Tampoco es para tanto. Yo solo decía...

Luego Lucy se percató de las fundas que llevaba en los brazos. Dirigió enseguida su vista hacia ellas. Arqueó la ceja izquierda en señal de sorpresa y dijo en voz baja:

— ¡Oh, oh!

— Será mejor que guardes tus comentarios para otro día...

Al observarme cansado y malhumorado, y dado que conocía perfectamente mi carácter, simuló tener un cierre en la boca y calló. Dio media vuelta con dirección a la cocina y se dirigió hacia ella sin reparos.

Por mi parte, corrí a mi habitación muy atemorizado, porque ya no sentía mis dedos. Arrojé las fundas de compras a un rincón de la cama, contra la pared, y los froté suavemente unos con otros pues estaban entumecidos y morados. Entonces empecé a sentir un leve hormigueo debajo de la piel (debido a que la sangre volvía a recuperar su recorrido normal). Luego, quitándome los zapatos y la camiseta, me recosté. La sensación de un placentero descanso fue tan profunda, que hizo que mis músculos se relajaran inmediatamente y que mi respiración se ralentizara. Incluso estuve a punto de quedarme dormido, aunque mi sosiego se vio interrumpido por el chirrido estrepitoso de la puerta y la presencia de mi hermana tras de ella.

— ¿Puedo? –dijo con una cara de niña inocente, señalando el interior de la habitación con el índice–.

— Lucy, por favor, intento descansar...

— Alex, no seas así, ¡te he traído la cena a la cama!

Lucy suele comportarse así conmigo cuando necesita que le haga un favor o cuando le corroe la curiosidad y el chisme. Debido a que todavía necesitaba de su ayuda para lo del viernes, tuve que tragarme mi coraje y dejarla pasar.

— Estás loco, ¿cuánto dinero has gastado con esto? – exclamó abriendo directamente cada una de las fundas, que en total habían sido siete–.

— Todo lo he comprado a un precio razonable –dije utilizando las mismas palabras que Juan–.

— ¿Razonable? –agregó mostrándome una camisa Slim Lisa Azul de marca Calvin Klein y un pantalón Selected color marrón–.

En realidad, era lógica la reacción sorpresiva de Lucy, pues nunca me había agradado eso de derrochar dinero comprando ropa, zapatos o relojes de marca. Los ahorros que estaba juntando en el banco desde hace un par de años no iban destinados precisamente para ese tipo de chucherías (o bueno, eso pensaba hasta que me los gasté en ello). Mi idea era juntar el dinero suficiente para largarme de paseo a Londres o a Estambul, o para comprar un auto nuevo luego de que me graduara. Sueño que, por el momento, parecía desvanecerse, junto a la basura que quedaba de todas las fundas de plástico que había despedazado Lucy.

— ¡Guau! ¡Qué elegancia! –replicó observando el reloj Omega que estaba contenido dentro de una caja negra con encajes rojos, y el símbolo del nombre grabado en el centro con color naranja–.

Lo del reloj había sido una locura de Juan, más no mía. Él me había dicho que esos aparatos le dan a uno personalidad de seductor (algo que evidentemente era solo un espejismo). Y como la señorita del mostrador reafirmó la teoría de Juan (claro, aprovechó la oportunidad para cerrar una gran venta, y, por consiguiente, una gran comisión), ambos al final terminaron convenciéndome.




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