Simplemente Laura

22

En mi reloj de pulsera ya se marcaban las tres de la tarde, y Laura, dos horas después de lo que habíamos acordado desde hace tres días, no daba señales de vida: no hacía presencia. La vez anterior por lo menos llegó atrasada, pero hoy, al parecer, me había dejado plantado.

— Puede que esté comenzado a prepararse para el gran evento de mañana –dijo Juan mientras permanecía recostado en una de las bancas de madera del patio central de la facultad–. Ya sabes cómo son las mujeres... necesitan de muchas horas para escoger la vestimenta y los accesorios que van a utilizar.

— Tienes razón –respondí con una sonrisita irónica–. A lo mejor sino tuvieran mucho entre que escoger, resultaría menos complicado, ¿no?

— Puede ser. Aunque si se trata de Laura, quién sabe. A simple vista parece una muchacha vanidosa, ¿lo has notado? Sin el afán de faltarle el respeto, por supuesto.

— Pues sí... también me he percatado de lo mismo, no te preocupes –agregué–. Pero al final, ¿qué clase de mujer no es vanidosa?

— Es parte de su naturaleza femenina, eso creo. Viene marcado en sus genes...

— ¡Y lo peor es que ambos tenemos mamá y hermanas! –exclamé–. Deberíamos estar hechos al dolor...

— La terquedad es parte de la naturaleza masculina, amigo mío.

Aunque por ejemplo, mi hermana, era la excepción de la regla. Esa mujer era la persona más descomplicada que había conocido en mi vida. Si debía salir con las amigas a una discoteca (siempre acompañada por mí, por cierto), en menos de diez minutos estaba lista (y eso que en su guardarropa encerraba más prendas de vestir que amigos). Si debía cocinar algo para la cena, revisaba el refrigerador y preparaba lo que había (así sea una porción de papas y huevo frito). Y en cuanto a las relaciones amorosas (que por cierto, solo conocí a uno: un muchacho llamado Jefferson, que resultó un tipo bastante agradable), su decisión era muy sencilla: si el sujeto no le era de su agrado, lo mandaba a volar.

— ¿Alguna idea de la pista de hoy? –preguntó Juan interrumpiendo mi reflexión tan profunda–. Hey, ¿en qué demonios estás pensado?

— Decías... –respondí recuperando el sentido del tiempo y el espacio–. Perdona. Solo pensaba en... chucherías.

— ¡Chucherías! Por supuesto... –dijo entre dientes–. Te preguntaba, ¿alguna idea de la pista de hoy?

— ¿Acaso tengo cara de adivino? –respondí irónicamente–.

— Con ese comportamiento no vas a llegar a ninguna parte –replicó paciente–.

— Lo siento –dije arrepentido–. Es el efecto de tener los nervios a flor de piel.

— Así veo. Creo que deberías practicar con tu hermana...

— Ya lo he hecho estos días. Y he mejorado bastante, por si te preocupa.

— No me refiero a eso... –dijo frunciendo el ceño–. ¿Ya sabes lo que le vas a decir a Laura una vez que ambos estén interactuando en privado?




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