A las ocho y media cambio mi turno y volví sola a casa. Tommy se ofreció de buena gana a traerme en su auto, pero como no llovía y ya no veía la hora de refrescar mi cabeza, desistí y volví caminando. El aire frío del invierno era un aliciente a mis ideas. Tenía que parar en algún lado a comprar algo para cenar, pero no lo hice.
Lo peor de sentirse mal, es en el fondo no saber de dónde nace toda esa amargura. O saberlo demasiado bien, y entonces ocultárnoslo para no sentirnos mediocres.
En casa hacía frío y había olor a humedad. Cerré con llave ni bien entré, y casi compulsivamente bajé todas las persianas y encendí el hogar eléctrico. Apague el celular. No quería soportar la presencia de nadie hoy, ni siquiera virtual. Mucho menos de mis vecinos. Me acurruqué en la cama buscando generar el suficiente calor. Uno que lograra al menos apaciguar el castañeo de dientes y el ardor del rostro. Y cuando estuve segura de que estaba completa y estúpidamente sola, lloré. Lloré tanto como fui capaz. Lloré hasta desconocer el motivo real de mi llanto. Lo había retenido demasiado tiempo. Como si no supiera que retener lágrimas era una de las peores cosas que se pueden hacer.
Lloré hasta que sentí la cara como un enorme salchichón. Tenía la piel tirante y afiebrada; y un cansancio atroz me inundaba el cuerpo. Asique me estiré un poco, tomé una manta ligera y me dispuse a dormir hasta que el cuerpo lo necesitara.
¡Gracias por leer!
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