Llega el mes de diciembre y, por ende, se acerca la navidad.
Noche buena, villancicos, reuniones familiares, poner el árbol lleno de luces y bolas de colores; mucha comida, estrenar ropa, y toda esa basura comercial que te vende la TV. Llegamos a omitir la cruda realidad de estas fechas, por el simple hecho que no queremos volvernos unos amargados, o confirmamos la frase: “la ignorancia es felicidad”.
Por eso yo, Helena Mederí, odio estas festividades. Y no, no me confundas con un pequeño Grinch, es simplemente que soy una persona mortalmente realista, que puede fácilmente observar como en todos los diciembres aumentan los precios, la cantidad de accidentes de tránsito, las personas que resultan quemadas por los fuegos artificiales, las intoxicaciones alimenticias y por sustancias, uno que otro loco que golpea o mata a su prójimo; además de ver como los índices de depresión y suicidios se disparan. ¡Oh! y no olvidemos el consumismo en su máximo esplendor.
Sí, sí, sí, esto es un comienzo no muy común para una historia de navidad, pero es mejor hablar claro, porque esto no será una trama rosa, sino un reflejo gris de la vida real.
Un recuerdo oscuro de una cercana navidad que no me gustó en lo más mínimo.
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Noche del 23 de diciembre del 20XX
La llamada de mi tía sobresaltó a mi mamá. En esta, las simples palabras: “me siento muy mal”, suponían un aviso de alarma y preocupación. Mi madre, consciente de los síntomas (ya que se trataba de un fuerte dolor abdominal), le pidió que se fuera a la clínica y ella iría a su encuentro. Mi tía, a quien de cariño le digo Nana, se fue a la sala de emergencias de un hospital público.
Afirmo, y sin temor a equivocarme, que la atención médica de los hospitales estatales de tú país, es tan deficiente como en el mío. En fin, aún recuerdo las palabras de mi madre que me decía: “voy a acompañar a la Nana”.
Mi madre tomó una maleta, metió algunas cosas como jabón, toallas, desodorante, shampoo, ropa interior y una biblia. Yo, siendo sincera, no soy una persona religiosa. No creo en santos ni vírgenes, solo y exclusivamente en Dios, mis padres, mi hermano, y mi fuerza de voluntad.
¡Que se vaya al cuerno todo lo demás!... En fin, me estoy saliendo del relato.
Mi madre se fue, dejándome en casa con mi papá y mi hermanito. Sus palabras antes de subirse al auto fueron: “ora por mí y por la Nana”. Les juro por todo lo bueno y santo del mundo que fue el mejor consejo que me pudo dar.
Eso fue apenas la noche de aquel 23 de diciembre; pero no soy yo quien debería hablar de lo sucedido a profundidad. Es mejor que quien lo observó en carne propia lo relate.
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Sala de urgencias del hospital (Madre de Helena)
Entré a la sala de emergencias y me topé con mi hermana, quien estaba pálida, sudando frío y agazapada en una silla. Le habían puesto una inyección en un intento por bajarle el dolor, y el diagnóstico que emitieron los doctores fue la vesícula. Si la inyección no surtía efecto, tendrían que ingresarla a cirugía, ya que había demasiado riesgo que se estallara este órgano.
¿Adivinen qué sucedió?...
Correcto. Desafortunadamente la inyección no ayudó en nada.
Las enfermeras anunciaron que tendríamos que quedarnos en la sala para esperar la cirugía, y nos encaminaron a un pabellón de pacientes que, siendo sincera, me parecía horrible. Era lúgubre, oscuro. El ambiente tenía una temperatura baja un tanto anormal, y estoy segura que no fue debido al aire acondicionado.
La administración del hospital hizo un intento por alegrar el ambiente de la sala, por lo que la habitación estaba decorada con adornos navideños y pequeñas cajas de regalo que colgaban de las paredes; además que, desde el cubículo donde estaban las enfermeras, se escuchaba una playlist de villancicos navideños.
Sin embargo, todos estos esfuerzos eran inútiles porque la muerte se palpaba a cada paso que uno daba.
Al inicio me dijeron que no podía estar con mi hermana, pero luego dieron el permiso para que entrara un acompañante. Avanzamos a este lugar, y en la sala, además de nosotras había cuatro pacientes más junto con sus acompañantes. Sumábamos 10 personas en total dentro del cuarto colectivo.
«Vaya… qué buen servicio»
Entre estas personas, un joven de unos 20 años estaba más alejado en la sala. Su cama se encontraba exactamente al lado de la pared que separaba ese cuarto de otro.
Nos instalamos y suspiramos bajo un extraño ambiente de cansancio e incomodidad. Me quedé observando las decoraciones con un cierto recelo, sintiéndome un poco triste porque había dejado a mi esposo y mis hijos atrás. Mi cena navideña se había cancelado, el arreglo de la casa igual; pero no me arrepentía en lo más mínimo, porque prefería una y mil veces acompañar a mi hermana en este difícil momento.
Vendrían nuevas navidades, nuevos regalos y nuevas oportunidades para hornear algún lomo relleno al vino, hacer algún postre navideño y decorar la casa según la fecha.
Una sonrisa se dibujó en mi rostro. Esperaba que la pirotecnia no asustara a mis perros, ahora que no estaba yo para esconderlos dentro de la casa. Con este pensamiento irónico en mi mente, tomé mi biblia, me senté al lado de mi hermana, y observé por unos segundos el atril donde colgaba la bolsa de suero que le estaban pasando por vena. Luego de eso, bajé la mirada y comencé a leer. Así culminaría esa ajetreada noche.