Hacía más de dos semanas que Valentina yacía en su cama, pálida e inmóvil. Afuera, todos festejaban su regreso en la familia, pero Pierrino no tenía el corazón para fingir ninguna alegría. Los planes del Patriarca y de François en contra de su sobrina eran tan macabros que no sabía cómo protegerla. Y lo peor de todo, era que Diana, su madre, había sacrificado la vida para llevársla lejos.
Ahora, veinticinco años después, estaba Valentina aquí, de vuelta a donde todo comenzó, de vuelta con su verdugo. A punto de llorar, Pierrino decidió salir del cuarto, despacio y en silencio.
—¿Qué haces aquí? —le escupió François.
Del susto Pierrino brincó. No se esperaba toparse con François y al Patriarca al mismo tiempo, ambos mirándolo con frialdad en espera de su respuesta.
—Chequeando a… a la hija de Diana —rectificó Pierrino apunto de soltar la palabra sobrina. Mordiéndose la lengua, ocultó sus manos detrás de su espalda. Ningún sentimiento por la bastarda debía ser detectado. Valentina era un instrumento, un medio, una herramienta, un objeto para los fines de la familia y de la raza, nada más.
François se le acercó, y tomó su hombro derecho presionándolo: —Me alegro verte recuperado, y felicidades.
Pierrino esperó a la defensiva, pero François quitó su mano de su hombro dejando pasar al Patriarca. Este le tomó la mano y con una sonrisa añadió: —No lo hubiéramos logrado sin ti. Trajiste a Valentina de vuelta con nosotros. Claro, hubo ciertos contratiempos de los cuales te perdonó hijo mío. Mañana por la mañana, te iras a tu nueva casa, está a más o menos dos horas de aquí.
Sin más, los dos siguieron con su camino volviendo a conversar como si esa pausa nunca hubiese existido. O más bien, como si él no existiera.
A Pierrino no le gustó esta súbita efusión de sentimientos, no era natural viniendo de ese par. Algo tramaban. Nunca el Patriarca y mucho menos François regalaban o mostraban una sola vez algún gesto de motivación, y mucho menos de cariño. La única razón era esa persona en el cuarto detrás de él. Y una sola explicación pasó por su mente: su presencia molestaba, ellos no lo querían aquí cerca.
Sin perder más tiempo, Pierrino se dirigió a sus apartamentos. Le quedaba mucho por hacer: empacar sus pertenencias, esconder lo que no podía llevarse, y desatar a lo prohibido.
Si él no iba a estar aquí para proteger a Valentina, la única persona capaz de hacerlo ya no era parte de ese mundo. Traerla de vuelta iba a requerir tiempo, preparación, herramientas, destrezas y mucha concentración. Al final esa casa le vendría bien después de todo. Y una vez el trabajo hecho solamente le quedaría rezar por los pecadores que pensaron o actuaron en detrimento de Valentina.
Pierrino sacó la daga de cobre de su cinturón, esta vez no pensaba cometer el mismo error, él se desplazaría por los cuadros del castillo. De seguro le tomaría más tiempo para llegar al cuarto de Valentina, pero toparse una vez más con el Patriarca o inclusive con François podría echarlo todo a perder.
Con cierta nostalgia Pierrino recordó a su hermana, ella había creado esos cuadros, y solamente compartió su secreto con él. Desde ese momento Pierrino supo que el talento de su hermana no tenía límites.
—Ven quiero enseñarte algo —había dicho su hermana con un chispa en la mirada— es increíble. Jamás pensé que iba a lograrlo, pero funcionó. Mira, mis pinturas.
—No lo entiendes, ¿verdad? Es tan obvio Pierrino, es un cuadro-portador.
—¿Un qué?
—Un cuadro-portador, son cuadros que se conectan entre sí. Ves, se puede lograr solamente si los cuadros son exactamente iguales, la misma pintura, los mismos colores, exactamente las mismas líneas, y claro algo de magia. Solamente la pintora puede atravesarlos. ¡A ver trata!
—No funciona, Diana. Casi rompes la tela por empujarme. ¡Y si lo lo intentamos juntos!
Sin esperar, Diana había agarrado su mano y juntos se propulsaron en el cuadro; segundos después volvían a salir por el cuadro de la izquierda.
—Ahora, te toca, a ver sí ahora puedes sólo.
Justo después Pierrino se había lanzado sólo y… funcionó. —¡Es Increíble, Diana!
Con cierta nostalgia, Pierrino tomó varios tubos de ensayos y se dirigió a su laboratorio. Allí, tuvo que lanzarse en más de cinco cuadros distintos para llegar hasta el cuarto de su sobrina. El último, era la biblioteca, estaba por colocar al cuadro cuando vio a Rebeca husmear por los estantes. Escondido detrás del sofa, Pierrino esperó impaciente para poder moverse sin ser visto. La presencia de su prima aquí era inusual, ella nunca iba a la biblioteca; algún malévolo hechizo tenía que tramar.
El talento de su prima era tan útil como un pez fuera del agua, y aún así después de tantas metidas de patas,ella siempre se salía con la suya. Ella y François eran sin duda alguna las dos manzanas más podridas de todo el castillo. Y hablando del lobo, escuchó la voz de François con la de Rebeca allá al fondo de la biblioteca; ahora entendía la presencia de Rebeca aquí.
Cuando estuvo solo al fin , Pierrino pasó por dos cuadro-portadores más para llegar a la habitación de su sobrina. Sin tergiversar, Pierrino actuó de una vez: abrió los botones de la camisa de su sobrina y sacó la daga de su cinturón. Nervioso, se humectó los labios, colocó el filo de la saga sobre a delicada piel de su sobrina y se concentró en dibujar el símbolo del alma sobre su pecho. El símbolo del alma era muy complejo, la serpiente tenía que ser un círculo perfecto en el cual ésta se mordía su propia cola y adentro la estrella del pentagrama.
Cuando la sangre comenzó a brotar de la herida y el olor a infiltrarse por la nariz, le costó seguir con el pentagrama sin temblar. Pronto terminaría, solo le quedaba la última punta de la estrella, y listo. Con ambas manos colocó una gasa sobre la herida para dejar la sangre impregnar la tela copiando el dibujo a la perfección.
Satisfecho, tomó las pinzas y deslizóel pedazo de tela dentro del tubo de ensayo. En el otro tubo, y con la ayuda de unas tijeras, cortó una muestra de su cabello, listo. Mismo si fallaba, las cantidades recuperadas eran suficientes para lograr el encantamiento exitosamente.
De su cinturón, buscó la botella de agua bendita y limpió el filo de la daga. Una vez seca, con el mismo filo volvió a dibujar el símbolo al revés, y poco a poco, la herida en el pecho de Nina se cerró.
Contento pero un poco atrasado, Pierrino salió del castillo.
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Editado: 09.12.2018