Pierrino pintaba nuevos cuadros para colocar uno desde su casa hasta el castillo, tomando en cuenta la distancia entre ambos iba a necesitar una buena capa de pintura; pero la verdad era que lo disfrutaba y parecía inclusive que tuviera un cierto talento. Después de horas sin descanso, Pierrino decidió hacer una pausa. Con los pinceles recogidos se alejó para estudiar el efecto del gigantesco cuadro; al principio solamente miró cada detalle del cuadro cuyos colores eran tan llamativos que jamás apostó combinarlos hasta verlos con sus propios ojos. Pero a medida que su mente se concentró sobre el conjunto empezó a entrever un dibujo dentro del dibujo como si estuviese al revés. De prisa caminó hasta el cuadro, con mucha precaución le dio vuelta y volvió al mismo lugar en el que estaba anteriormente. El tiempo de realizar lo que veía que empezó a gritar de la felicidad: encontró el segundo sello de su hermana, o más bien dicho alguien abrió la carta de Diana y rompió el segundo sello. Pase lo que pase, él tuvo la profunda convicción que no estaba sólo, y pronto podría contar no solamente con la visita de las personas que él dibujó en el cuadro pero además ellas se unirían a su causa. De pronto paró de reírse, hacer una réplica de ese cuadro le pareció momentáneamente imposible. Contentó y a la vez decepcionado se fue a dormir.
Durante la noche tuvo el sueño más extraño de todos. Soñó con su hermana, por lo menos de lo que quedaba, ella le apareció como un ser demoniaco enviado por el mismo infierno. Ya no era su hermana, sino la sombra más oscura de lo quedaba de ella, rota para siempre. Sin embargo lo que más le llamó la atención era que ella veía su cuadro, el cuadro que él pintó momentos antes. Y sin más un grito furioso y dolido salió de su garganta; luego miró la pintura con odio, un odio tan profundo que su mirada se prendió como si fuese lava incandescente encendiendo el cuadro en llamas sonriendo de placer.
Del susto Pierrino se despertó y se precipitó a la sala. El alivio que sintió al ver su cuadro intacto calmó sus espasmos de sudor intenso; confiado se fue de nuevo a su cama atravesando la sala, cuando notó algo extraño. Inmediatamente corrió para prender la luz y sí, en efecto, allí estaban sus dos cuadros, idénticos; pero ya no era su dibujo, la esencia fue cambiada. El sello desapareció, eran los mismos colores, las mismas formas pero en su centro había una enorme llama. Un fuego tan poderoso que parecía consumir toda la tela, al punto de preguntarse si la tela en sí no se quemaba. Su pintura, ya no era obra suya. Era la de Diana, anunciándole algo que él no logró descifrar.
François caminaba despacio sumido en sus pensamientos. Le gustaba pasear por los pasillos en horas del anochecer y observar la declinación de la luz hacia la oscuridad; lejos de ser un combate le pareció ser la sumisión natural de la luz a la penumbra hasta su total extinción.
Pronto, la oscuridad sería total, al igual que su reinado.
Siempre le atrajo la oscuridad, de pequeño se divirtió a probar sus límites corriendo a toda velocidad con los ojos cerrados. Para pasar el tiempo, volvió a hacerlo, cerró sus ojos se concentró sobre sus alrededores, hasta poder sentir las paredes, los arcos y los pilares. Inspiró profundamente, tomó un buen impulso y justo en el momento en el que se iba a lanzarse sintió una fuente de calor emanando desde el final del pasillo. Sorprendido, François abrió los ojos pero no vio nada, extrañado los cerró nuevamente logrando percibir aquella fuente de calor. Cautelosamente François se acercó hasta estar a una distancia prudente de la llama hasta que ésta desapareció. Sin entender lo que pasaba François se aproximó a la pared, sin resultado. En ese preciso instante François comenzó a dudar de sí mismo y de lo que percibió. Al final de cuentas no vio nada; resignado dio media vuelta y se encaminó de nuevo para su cuarto.
—¿François? —dijo una voz detrás suyo.
Del impacto François no contestó, simplemente se devolvió hacia la pared vacía.
—Te he estado observando —anunció la pared.
—¿A mí, cómo? —preguntó François impactado, sin creer todavía que estuviera conversando con una pared.
—El cómo no importa, sino el por qué —rectificó la pared.
—¿Por qué? —terminó por repetir tontamente François.
—Buena pregunta François. Me pareces ser el candidato ideal para una misión que requiere una persona con muchos talentos, carácter, y fortaleza —alagó la voz dentro de la pared de piedras.
—¿Para qué? —contestó François hipnotizado.
—Aproxímate François —le alentó la voz sin contestar a su pregunta.
Sin pensarlo François obedeció y su cuerpo avanzó hacia la voz un paso a la vez.
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Editado: 09.12.2018